Ni una sola vez miró a la cámara: a los ojos de los ciudadanos, de la gente que estaba contemplando la rueda de prensa en su casa. Quienes lo conocen dicen que su cinismo llegaba a tal punto que resultaba divertido. Sería en otros tiempos. El jueves, cuando tuvo que declarar que había sido él –insinuación: y sólo él– el que había tomado la decisión de liberar en la práctica al etarra, se demostró que, a pesar de todo su cinismo, le resultaba difícil asumir el papel histórico que el destino, bajo la máscara sonriente y siniestra de Rodríguez Zapatero, le tenía reservado.
Ya había prestado su rostro a la manipulación de los casi doscientos muertos del 11-M, pero entonces le respaldaba su jefe. Ahora este le ha dejado solo ante la felonía, la traición, de poner en la calle al asesino de otras veinticinco personas. Un asesino que ha visto recompensada su falta de arrepentimiento, la farsa (pactada, según todos los indicios) de la "huelga de hambre" y, como la banda a la que pertenece, el recurso a la violencia política.
Es curioso cómo las catástrofes históricas, en este caso la demolición de la raíz moral del Estado español, que constituye da legitimidad última, cobran de pronto rostro y nombre. Rodríguez Zapatero es, obviamente, el gran inspirador, el promotor de la estrategia de demolición. Pero su subordinado, ese hombre que ha perdido su propio nombre en el camino, quedará ya para la historia como el que puso en la calle al etarra asesino de veinticinco personas, el que de una coz destruyó su propia legitimidad.
Rodríguez Zapatero se salva... por ahora. En estos momentos sólo Dios sabe qué pactos, qué chanchullos han obligado a su ministro del Interior a dar la cara. Aun así, se le notó demasiado abrasado para seguir coceando. Y habrá que cocear mucho para cumplir el proyecto de su jefe: la excarcelación de más presos –entre ellos Parot–, la legalización de Batasuna-ETA, la cesión de Navarra...
No faltarán candidatos para ocupar el puesto, hacer lo que haga falta e incluso justificar su acción, aunque sea como "mal menor", en la línea de los amigos del Gobierno. Pero el hecho de que el propio protagonista sepa ya la suerte que le espera, la marca de la infamia que ha sustituido a su nombre, indica que la marea del escándalo ha llegado demasiado lejos. En nombre de la democracia, en España se han hecho cosas que en ninguna democracia se aceptarían. Están a punto de anegar la democracia misma. La reacción de la gente, la misma tarde del jueves y el viernes, demuestra que es hora de acabar con esta situación.
Al Partido Popular le corresponde ponerse a la cabeza de esta iniciativa. Si no, ¿para qué nos sirve?