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José María Marco

Desconcierto y hastío

Las elites gobernantes –legisladores, políticos, intelectuales y activistas– han recogido la herencia de lo que durante algunos años, muy pocos, resultó novedoso, teñido como estaba del halo entonces todavía prestigioso de lo revolucionario.

Un abogado de un importante bufete madrileño comentó hace pocos días que empezaba a tener clientes que no conocían su estado civil, es decir que no sabían si estaban casados, separados, divorciados o solteros, ni si con su... lo que sea formaban o no una pareja de hecho. Cuando se legalicen la poligamia y todas sus variedades, que se legalizarán más temprano que tarde porque traspasada cierta frontera no hay ningún argumento de peso para impedirlas, la confusión empezará a llegar a donde tiene que llegar.

Lo que Pascal Bruckner y Alain Finkielkraut llamaron en su tiempo "el nuevo desorden amoroso" se ha convertido ya en la situación normal. Se llega a este punto después de una crisis, las de los años 60 y 70, en la que quedaron pulverizados consensos morales e institucionales que hasta entonces parecían intocables. Aquel desplome demostró muy pronto su capacidad destructiva. Pero en buena medida, las elites gobernantes –legisladores, políticos, intelectuales y activistas– han recogido la herencia de lo que durante algunos años, muy pocos, resultó novedoso, teñido como estaba del halo entonces todavía prestigioso de lo revolucionario.

Desde entonces, estas elites se han dedicado a dar forma a una fantasía social que parte de los presupuestos de aquellos años trágicos y que se resume fundamentalmente en una consigna: las elites gobernantes nos van a hacer felices a sus súbditos, nos guste o no nos guste, creamos o no en la felicidad, queramos o no ser felices al modo en que nos lo quieren imponer. Con eso continúan una de las grandes empresas del siglo XX –en política, en pensamiento, en arte y en casi todos los campos de la actividad humana–, que es empeñarse en negar y contrariar el sentido común, la naturaleza misma de las cosas.

La traducción política de esta aberración no se percibe bien en las elecciones nacionales, porque hay demasiados intereses en juego como para que el común de los mortales manifieste su desapego o su descontento. En cambio, elecciones absurdas como las recién celebradas al Parlamento Europeo permiten medir mucho mejor esa distancia.

La abstención resulta difícil de interpretar, pero nadie considerará que indica un gran entusiasmo por las políticas, las instituciones y las elites de la Unión. Los partidos populistas y minoritarios, que suelen airear aquellos asuntos que los partidos tradicionales no tratan, suman casi noventa escaños. La derecha, por su parte, alcanza los 267 escaños, 81 más con los demócratas y liberales. El socialismo, que es en el fondo de lo que se está hablando cuando se habla de postmodernidad, de felicidad y de creación de derechos, sigue desplomándose. Si los grandes partidos de la derecha no se dan cuenta de lo que está ocurriendo, será porque no quieren. 

En Sociedad

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