Cuento, por lo bajo, unas treinta novedades editoriales dedicadas al proceso soberanista, entre las que, obviamente, son mayoría las de quienes se muestran favorables a la independencia de Cataluña, esto es, los Bosch, Voltas, Tree, Domínguez, Barberà, Carod-Rovira o Albà. Sólo un autor, por cierto, aboga por el federalismo, Pere Navarro, lo que da una idea de hasta qué punto la industria editorial y acaso el público desprecian las medias tintas.
De industria quería hablarles precisamente. Ninguna de esas treinta novedades sobre la cuestión catalana presenta un punto de vista novedoso o audaz. En cierto modo, recuerdan a las banderas, bufandas y gorras que se venden a las puertas de los estadios de fútbol, puesto que su cometido no es otro que saciar el ardor guerrero del lector, inexorablemente transmutado en hincha. La finalidad básica, no obstante, nada tiene que ver con un presumible bien social, sino con el negocio, cuyos capitostes no ignoran que un conflicto como el que nos ocupa sólo genera beneficios. Al cabo, cualquier gorrilla sirve para hilvanar jeremiadas y, en todo caso, hay más negros que botellines. En cuanto a la publicidad, no hay que invertir un solo euro: la divulgan gratuitamente las radios, televisiones y periódicos (yo mismo, sin ir más lejos, en artículos como éste), que se ocupan del asunto de modo más que promiscuo. Tanto es así que incluso hay digitales, y pienso ahora en Nació Digital, Vilaweb, e-Notícies o Crónica Global, donde única y exclusivamente se habla del proceso soberanista.
De esos cuatro digitales, los tres primeros reciben subvenciones de la Administración, como también las reciben las editoriales que publican títulos en lengua catalana y, por descontado, tantas otras empresas o entidades cuya actividad consiste, siquiera de forma tangencial, en la exacerbación identitaria.
Llegados a este punto, cabe preguntarse si la independencia de Cataluña no es un nicho de mercado que da de comer cada día a más individuos, dedicados por entero a lubricar los más bajos instintos de un público objetivo de siete millones y medio de catalanes. Una de las consecuencias, en fin, de este atronar de aldabas es que el día de Sant Jordi, con su cursilería a cuestas, pase ya inadvertido entre el resto de los días del calendario.