Pasé un rato entretenido viendo Ocho apellidos vascos, comedia que, como sabrán, narra los sufridos amores de un andaluz contra una abertzale, y en que se exhiben, apurados hasta el desgarro, los tópicos que suelen proyectarse sobre sendos arquetipos ibéricos.
El andaluz, Rafa, interpretado por Dani Rovira, es un chistoso engominado que gusta del fino tanto como de las mujeres y que, como buen sevillano, no ve el momento de sacar a relucir su terco beticismo y su inquebrantable devoción por la Semana Santa. La abertzale, a la que da vida Clara Lago, acaba de ser plantada en el altar por su novio-de-toda-la-vida, Antxon, lo que no hace sino agudizar sus malas pulgas, de sobra conocidas por familiares y amigos. Amaia, que así se llama el personaje, vive en el típico villorrio de alcalde abertzale donde, en cada esquina, una pintada recuerda al viandante quién es el enemigo. En el transcurso del film, asistimos a una manifestación de signo proetarra que termina en algarada callejera (con barricadas, destrozos en el mobiliario, carga de los antidisturbios y demás folclorismos) y somos testigos del poteo de las cuadrillas en lo que bien parece una herriko, identificable por la indisimulada aversión que profesan los parroquianos por todo aquello lo que les recuerda a España. En ese microcosmos, los jóvenes discuten si, dada la actual coyuntura política, es conveniente ir un paso más allá o un paso más acá, y los viejos, por mucho que no estén para hazañas bélicas, no ven con malos ojos que sus vástagos sigan a pie de obra. Por descontado, no hay un solo personaje (más allá del inverosímil abertzale que finge ser Rafa), que disienta de semejante efusión patriótica, en lo que, más que una opción política, asemeja un flujo de pensamiento consanguíneo, un manto totalitario que gobierna no ya la forma como uno debe expresarse, sino también lo que ha de decir y, sobre todo, lo que ha de callar. Por lo demás, cabe deducir que si alguna vez ha habido en el pueblo disidentes que hayan mostrado públicamente su parecer, o han huido o están bajo tierra. Tampoco es difícil aventurar que, en tal caso, el cura del lugar no habría oficiado misa alguna por los muertos, pues, a su bendita manera, es otro integrante de la tribu.
Entiendo que la película haya concitado el desprecio de los abertzales, que la han tachado de involucionista, caduca y rancia. Después de todo, no debe de ser agradable ver cómo la mística del tiro en la nuca queda reducida a un puñado de astérix de zarzuela. Les habían anunciado una parodia y se encontraron consigo mismos, es decir, con un esperpento.