Mis primeros años de vida transcurrieron en un piso del número 55 del Paseo Nacional, en el barrio de la Barceloneta. La vía, transitada por camiones de gran tonelaje, discurría paralela a los antiguos tinglados, que ocultaban el mar a los transeúntes. A principios de los noventa, la reforma de la fachada marítima, enmarcada en la gran transformación que experimentó la ciudad con vistas a los Juegos, trajo consigo la demolición de los tinglados, lo que procuró a los lugareños una brisa enaltecedora y grandes atardeceres. Un año después de los Juegos, el Paseo Nacional pasó a llamarse Juan de Borbón en honor al Conde de Barcelona. Los Reyes de España descubrieron la placa inaugural el 23 de septiembre de 1993, aprovechando que ese día el Ayuntamiento de Barcelona les imponía la medalla de oro de la ciudad. Jaime Arias, que nos dejó el pasado viernes, glosó la visita real en un artículo para la eternidad. Aquella prosa conmemorativa, en efecto, cobra hoy aspecto de lápida. Lean, si no, la frase que abrocha el texto:
Justo es recordar que el President [por Josep Tarradellas] iba a Madrid respaldado por las principales fuerzas políticas y que, luego, Jordi Pujol y los principales hombres de la coalición convergente, a la hora de la verdad, han mantenido una inalterada e inapreciable norma de ayuda a la gobernabilidad del Estado.
No hay una sola palabra que se tenga en pie. Ah, las muchas veces que embarranqué en ese mismo fraseo al final de un artículo, en ese instante en que las aduanas de la incredulidad se aflojan hasta lo indecible y cualquier silencio se da por bien empleado.
El 14 de marzo de este mismo año, el Ayuntamiento solicitó a la Ponencia del Nomenclátor que el Paseo Juan de Borbón volviera a llamarse Paseo Nacional. Convendrán conmigo en que la tentación metafórica es irresistible: el periodo borbónico se antoja, en efecto, un barbecho entre nacionales de uno y otro signo.
El veto a la fotografía del torero Padilla se encuadra en la ingente nacionalización del espacio público emprendida por el alcalde Trias; la única tarea, en realidad, que le granjeará una pizca de posteridad. Desde que llegó al cargo en junio de 2011, ha prohibido el rodaje de una escena taurina, ha prohibido que los autobuses urbanos anuncien un libro crítico con la gestión de Artur Mas en el apartado de la sanidad, ha convertido a Cristóbal Colón en un boixonoi, ha prohibido el rodaje de la serie Isabel, ha prohibido la instalación de una pantalla gigante para seguir la final de la Eurocopa, ha ordenado retirar de la Plaza de San Jaime la placa de la Constitución de 1837.
Para modernizar una ciudad se requiere audacia; para perpetuarla en el catetismo, en cambio, basta un cepillo. El de los nacionalistas es de cerdas metálicas, pues lo que pretenden no es borrar el toreo, o a Padilla, o la serie Isabel. No, lo que pretenden borrar es Barcelona. Y así dejar de odiarla.