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José Luis Roldán

¡Qué bello es despedir!

En España existe una verdadera obsesión por despedir a los funcionarios.

Veo a Manuel Pizarro, persona inteligente, sensata y muy competente, afirmar de pasada, en una entrevista en televisión, que un puesto funcionarial no tiene que ser para toda la vida. Afirmación que de inmediato fue resaltada en un rótulo al pie de la pantalla. Son las cosas que calan en una sociedad como la nuestra. Don Antonio Machado lo dijo: "Si cada español hablase de lo que entiende, y de nada más, habría un gran silencio…".

En España existe una verdadera obsesión por despedir a los funcionarios; sin embargo, nunca he visto un debate serio sobre el modelo de función pública que conviene a una sociedad como la nuestra. Insisto -porque en esto hay que ser aristotélico-, no se trata de una discusión académica sobre qué modelo es mejor o peor, sino qué modelo es el más conveniente para el interés general, no el de los ingleses o los suecos, el nuestro, el de los españoles; es decir, para la idiosincrasia española, para una sociedad entregada a la casta política, casta ventajista que ha acreditado con hechos a lo largo de la historia su natural inclinación al nepotismo y al clientelismo, al sectarismo y a la revancha, y a todo tipo de corruptelas.

Para denostar la función pública se denuncian los supuestos privilegios de los funcionarios. Hablaré de lo que conozco bien: en Andalucía ser funcionario -quiero decir ser funcionario decente- no comporta ningún privilegio. Es más, es un duro oficio en el que, si uno tiene como objetivo servir al ciudadano, no sólo carece de incentivos sino que permanentemente ha de luchar contra la desincentivación. Además, hay que tener fortaleza de ánimo para soportar la injusticia, la arbitrariedad, la postergación, el desprecio, el acoso sistemático e, incluso, la amenaza. La Junta de Andalucía no quiere funcionarios íntegros y competentes, leales a la ley, independientes e imparciales; no le importa que sean incompetentes con tal de que sean sumisos. Esto, que yo denomino Doctrina X (no digas nombres), se lo oí decir a un consejero: "No hace falta que sepan; basta que sean dóciles y hagan lo que se les mande". A la Junta le encantaría lo que propone Pizarro; ya se habría deshecho de todos los funcionarios que resultan incómodos para los intereses del partido. La juez Alaya la primera.

Otro privilegio: una jornada laboral de cuarenta y tres horas semanales. Muéstreseme un convenio en que se establezca una jornada semejante.

Más privilegios: dos reducciones salariales (las de 2010 y 2011, año en el que, además, tuvimos que soportar que se mintiera a la ciudadanía diciéndoles que sólo se trataba de una "congelación salarial"); la congelación de las retribuciones unida a la amputación de las pagas extras de junio y diciembre en los años 2012, 2013 y 2014.

¿Puede considerarse privilegio que un empleado -como el que esto escribe- gane en 2014, a igualdad de puestos de trabajo, lo mismo que ganaba en 2005? ¿Qué trabajador, de los que durante la crisis han conservado su empleo, y que son, obviamente, la inmensa mayoría, gana hoy lo mismo que ganaba hace 10 años? ¿Dónde están, pues, los privilegios? ¡Ah!, ¿que el trabajo es de por vida? Sépase, entonces, que en los grandes países vecinos (Francia, Gran Bretaña, Alemania, etc.), o en la propia Unión Europea, rige el mismo modelo que en España, es decir, en términos académicos, el modelo de carrera, o de empleo de por vida. Y es que, en contra de lo que comúnmente se cree, la inamovilidad funcionarial no es ningún privilegio laboral, sino una garantía para el desempeño de la función pública en los Estados de Derecho.

Para que la Administración pueda atender el fin supremo de la satisfacción de los intereses generales, es necesario que existan garantías para que el desempeño de las funciones públicas pueda desarrollarse con objetividad e imparcialidad.

La garantía de la imparcialidad tiene una doble vertiente: por un lado, impedir que el funcionario público actúe de forma interesada, para satisfacer sus particulares intereses materiales o ideológicos. Frente a un eventual quebrantamiento, el sistema dispone de instituciones jurídicas y recursos. Y, por otro lado, la garantía positiva o activa de la imparcialidad, orientada a que el funcionario no se vea perturbado por presiones ilegítimas en el desempeño de su función. El instrumento de esta garantía es la inamovilidad; al margen de la cual no existen en nuestro ordenamiento jurídico otras instituciones o procedimientos de amparo de la imparcialidad ante las presiones internas o externas. Cristóbal Cantos, de haber sido funcionario, no hubiese sido despedido por negarse a ser cómplice en las prácticas corruptas de Invercaria. Es más, su despido disuadió a otros de seguir su ejemplo. Ganó la corrupción. ¿Es esto lo que queremos?

En definitiva, la inamovilidad no es un privilegio del funcionario sino una garantía para la satisfacción del interés general.

Me gustaría tener el talento y la imaginación de Frank Capra y hacer ver, por ejemplo, a don Manuel Pizarro que su modelo triunfó en el futuro: los funcionarios pasaron a ser contratados y despedidos a capricho del gobernante. Lo que, por desgracia, tuvo algo que ver con que un hijo suyo, ya anciano y desvalido, viviera sus últimos días de la limosna callejera porque, después de toda una vida de trabajo, un sumiso funcionario al servicio de un gobernante rencoroso, antiguo rival político de su padre, le denegó arbitrariamente la pensión a que tenía derecho. Pero ¿y los jueces? Ninguno hubo que -por merecer o por temer- se atreviera a hacer justicia contra el poderoso. Hubo una, antaño, que era independiente, y no estaba sujeta a tales servidumbres; una tal Alaya, pero la despidieron. Resultaba incómoda al poder y no quiso someterse.

En España

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