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José Luis Roldán

Misericordina

Este otoño disfrazado de invierno ha venido a helarnos los corazones. Sobrecogidos, otra vez, como tantas otras antes, por el terrible tronar de la justicia.

Refiriéndose a la Justicia, acuñó Píndaro un bello adagio, tan acertado que mereció que Aristóteles lo citara en su famosa Ética a Nicómaco: "La salida y la puesta de sol no son tan dignas de admiración". En efecto, nada más sublime. Pero, por contra, ningún espectáculo más horrible que el de la injusticia.

Este otoño disfrazado de invierno ha venido a helarnos los corazones. Sobrecogidos, otra vez, como tantas otras antes, por el terrible tronar de la justicia. Sí, así, con minúsculas, que aquí nunca fue grande la justicia. Nunca dejó una página memorable; nunca fue acreedora del mármol, ni siquiera de las hojas de los árboles, en las que la Sabina de Cumas registraba sus augurios y sentencias, a la postre arrastradas por el viento; aquí lo suyo ha sido el papel higiénico, destinado a la porquería y la cloaca. No es que aspiremos a que, como las de Salomón, nos conmuevan las sentencias de nuestros tribunales -a estas alturas, ya no hay nadie tan ingenuo-, es que la historia de esta justicia minúscula es, como la contenida en los manuscritos de la biblioteca de Alejandría, una historia de infamias.

¿Qué justicia es esa que desuella y humilla a las víctimas? ¿Hasta cuándo hemos de padecer a los Bacigalupos, a los López Guerra, a los Conde-Pumpido, a los Gómez Bermúdez y a todos esos, dizque jueces, que deben sus carreras, sus privilegios, sus medallas pensionadas y, lo que es peor, su fidelidad al partido; que, por complacer a sus señores, no sólo manchan las togas con el polvo del camino -mala gente que camina y va apestando la tierra- sino que las arrastran por el lodo?

Nos bastaría con no tener que decir, como Tácito, que ahora padecemos a los jueces igual que antes sufrimos a los canallas. Porque ya estamos un poco hartos de que, ante ciertos delitos, las víctimas sean triplemente agraviadas. Primero por los delincuentes, después por la deleznable casta con anhelos de grandeza y, por último, para colmo, por aquellos cuyo afán debiera consistir, precisamente, en protegerlas.

La injusticia de la justicia y las mezquinas estrategias de la casta política agravian tanto como el delito. Por culpa de ellos, las lágrimas de las víctimas riegan hoy la tierra que antes regó la sangre de los suyos. Jueces y políticos han instituido en este país el doctorado horroris causa en sufrimiento. Y lo otorgan pródigamente. Bien lo sabe quien perdió a su hija en un horrendo crimen: "No sabemos de leyes, pero sí de sufrimiento".

Hemos de soportar, en estos días oscuros y fríos, la sonrisa de hiena de los criminales excarcelados, y nos llena de dolor y de rabia; pero más nos indignan las estúpidas y sectarias declaraciones del ministro del Interior, y las crueles reflexiones de algún mandamás de la judicatura: "Espero que esto no cause alarma". ¡Claro que no, hombre! ¿Acaso hay motivo?

Horribles lapsus, que revelan un páramo moral y el abismo que se abre entre ellos y nosotros. Quiero decir entre la ciudadanía y esa casta desalmada y distante, con mentalidad y actitud de casta. Habría que recetarles el nuevo fármaco del laboratorio del papa Francisco: misericordina, un gran chute en vena.

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