Hay días en que a uno lo avergüenza ser lo que es. Ya sé que últimamente no faltan ocasiones para ello. Los días de gloria desaparecieron de la historia de España; hace tiempo que dimos la espalda a la grandeza y vivimos instalados en la estolidez, en la grisura, en el encanallamiento. Buena muestra de ello está en la infame foto de familia de los setenta asesinos más sanguinarios que ha conocido este país.
No creo que ningún otro país, de esos como dicen que es el nuestro, democrático y de derecho, hubiese tolerado, hubiese soportado, la infamia de ver a lo más granado de sus criminales posando provocadoramente, para humillación de sus víctimas y vergüenza de las personas decentes. Pero, ¡ay!, esto es España, la moderna España, la acomplejada España, que, como fatuo parvenu, no pierde ocasión de hacer ostentación de su recién adquirida progresía, sobre todo cuando se trata de mimar a los canallas. Este país parece arrebatado en un vórtice de estupidez -la quinta fuerza fundamental del universo- y vileza. Se va al carajo, con perdón, y, como el provinciano del poema machadiano, entre hazañas de toreros y deportistas, se deja engatusar con las proezas sangrientas de unos matones.
La justicia de este país, tan compasiva con el delincuente, pero tan cruel con las víctimas, a quienes agravia más que el delito, no quiere ver -tan progre ella- que esa foto constituye en sí misma una apología del crimen y, sobre todo, una humillación a las víctimas. A las 309 víctimas directas de esos asesinos y a los centenares de familiares, a los que golpe a golpe va arrancando la vida a fuer de sufrimiento.
Esa foto provoca una profunda náusea. Más que por lo que muestra, una insólita camada de sanguinarios asesinos irredentos, por lo que pretende simbolizar y por lo que veladamente disimula en sus ausencias. El Estado no puede, no debe, legitimar, ni aun simbólicamente, los crímenes de una banda terrorista. Eso equivaldría a decirle a las víctimas que su sacrificio tuvo sentido, porque se ejecutó en nombre de un bien supremo: la liberación del oprimido pueblo vasco. El Estado no puede decir a los padres de esas decenas de niños asesinados que sus hijos eran un objetivo militar, o, en el mejor de los casos, un daño colateral del "conflicto". El Estado no puede reconocer como conflicto una acción criminal, aunque se haya prolongado en el tiempo. También el homicidio perdura en nuestras vidas desde tiempos de Caín. ¿Conflicto? ¿Quién lo decretó; con qué legitimidad? ¿En virtud de qué plebiscito o ley moral?
No. El pueblo español no ha declarado la guerra a nadie. Aquí no cabe ningún armisticio, sólo la persecución y liquidación de una banda terrorista y el castigo inmisericorde de sus criminales. Sépanlo, también, los otros artífices de la infamia: los que están detrás del telón, entre bambalinas. El PSOE -todo el PSOE, en el que no hubo una sola voz discrepante- y la compaña de los nacionalistas vascos y catalanes y, por supuesto, de IU, que no faltarán allí donde se trate de ir contra España.
Porque no debe olvidarse que estos lodos pestilentes vienen del "polvo del camino" del llamado "proceso de paz"; son un acto más en la representación de esa infame farsa escrita por un bobo solemne, émulo de míster Chance, pero con aires de grandeza; protagonizada por un nutrido grupo dizque de juristas progres, entre los que destacan Gómez Benítez, en su papel de consejero del Consejo General del Poder Judicial, Cándido Conde-Pumpido, como fiscal general, y la colaboración extraordinaria del felón mayor del reino, Luis López Guerra, en su papel de magistrado del Tribunal Europeo de Derechos Humanos.
Señor Rajoy, ¿hay que añadir a alguien más?