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José Luis Requero

La Doctrina Parot como explicación

El poder político queda al margen del gran escándalo ciudadano –no jurídico– que serán las excarcelaciones; y ese efecto siempre podrá imputarlo a Estrasburgo.

El nacimiento y muerte de la Doctrina Parot ayuda a explicar por qué España lleva sufriendo cuarenta años de terrorismo etarra. ETA se ha beneficiado de dos circunstancias: su objetivo y su ideología. El objetivo era y es segregar el País Vasco por la violencia. Para ese fin ha contado con la comprensión del nacionalismo vasco, lo que explica que criticase toda reforma legal que perjudicara a los terroristas, o que criticase o viese desde la sospecha toda acción policial.

La segunda baza de ETA ha sido su ideología: el marxismo. Esto explica que cierta izquierda haya mirado durante años a otro lado mientras ETA atentaba, y ahora que no asesina –pero no se disuelve– no se oculte ya esa sintonía con sus segundas, terceras o cuartas marcas. Desde el pensamiento único propio de esa izquierda y desde lo que hace pasar como su pretendida superioridad moral –más de la cobardía de tantos Gobiernos–, ETA se ha beneficiado de esos tópicos que ven en toda reforma penal, en todo endurecimiento, un ejercicio de autoritarismo, de represión.

El primer crimen etarra es de 1969. En España, uno de los países más azotados por el terrorismo, se tardó años en descubrir algo obvio: que el preso sale de la cárcel. La gran noticia fue la detención del terrorista: el ministro de turno comparece feliz en rueda de prensa, se aplaude la eficacia policial y el terrorista es juzgado y condenado. Y olvidado. Pero los años vuelan y la opinión pública se escandaliza cuando cae en la cuenta de que el terrorista ha cumplido su condena y que, gracias a los beneficios legales, va a salir en libertad.

Ante el escándalo de una excarcelación, fruto de un sistema penal benigno, surge la Doctrina Parot: el reo con varias condenas las cumple de forma sucesiva, empezando por la más grave, hasta llegar al límite máximo, y los beneficios penitenciarios del anterior Código se le van descontando de cada una de las penas y no de los 30 años máximos que al final son efectivamente cumplidos. Con esta doctrina los tribunales han hecho un trabajo que el legislador, en su debido momento, no asumió o no quiso asumir.

Durante años se ha juzgado a los peores terroristas con el Código Penal de 1973, un texto pensado para una España ajena a la criminalidad organizada; era heredero de la España de los crímenes de la calle Fuencarral, del Jaro o de Jarabo. Ese Código de 1973 se quedó corto ante el terrorismo o el crimen organizado y el legislador tardó en reaccionar, incluso no lo hizo en el vigente de 1995. El poder político –el legislador– no se ha mojado durante décadas y dejó a los tribunales el papelón de una interpretación de sentido común –cierto– pero que forzaba la ley, lo que no es menos cierto.

Es verdad que la situación cambió tras la reforma de 2003 y, en otro aspecto, tras la de 2010: a partir de ese momento es cuando se instauran reglas para el cumplimiento efectivo de penas –algo ahora criticado también desde sectores de izquierdas–, pero el daño ya estaba hecho: se llegaba tarde. Los autores de los peores atentados ya habían sido condenados por hechos y en sentencias anteriores a esas reformas legales, y hay un principio básico, elemental: que las normas restrictivas no deben aplicarse retroactivamente, sólo cabe hacerlo para los hechos posteriores a su promulgación.

Ahora el poder político queda al margen del gran escándalo ciudadano –no jurídico– que serán las excarcelaciones; es más, ese efecto siempre podrá imputarlo a Estrasburgo. Además, el Gobierno podrá decir que la sentencia de Estrasburgo sólo se refiere a un caso, fácil escapatoria dicha desde la tranquilidad de quien no tiene que aplicarla: serán los tribunales quienes, de nuevo, tengan que hacer ante los ciudadanos otro trabajo sucio, ahora el de excarcelar. A diferencia del político, de no hacerlo prevaricarían.

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