Ya tardaban los buitres. Noventa y tres cadáveres era plato demasiado apetitoso como para dejarlo pasar de largo. De ningún modo podían ellos renunciar a semejante festín. Y al fin han atendido al reclamo de la sangre. Helos ahí, pues, revoloteando excitados en torno a la carnaza, prestos a cobrarse su cuota de pantalla. Así el ínclito Iceta, del PSC, tan silente boquita de piñón cuando de los racistas de Bildu y sus tutores de ETA se trata. Que algunos partidos catalanes y españoles contribuyen a crear un "caldo de cultivo islamófobo", proceder que "abona" conductas análogas a la del orate noruego, ha corrido a deponer nuestro héroe ante la prensa doméstica.
Quién sabe, acaso se refiera al alcalde socialista de Lérida, su contrincante por la secretaría general Àngel Ros, que acaba de proscribir el burka y el niqab bajo la amenaza de muy severas sanciones. Sea como fuere, a la paleocomunista Dolors Camats, orgullosa legataria de una doctrina que dejó cien millones de muertos en las cunetas de la Historia, también le ha faltado tiempo para sumarse a la kermese. Suya será una pronta iniciativa parlamentaria al objeto de "expulsar a través del diálogo" a cuantos partidos no comulguen con los mantras multiculturalistas. Repárese en que, a ojos de la progresía doméstica, los psicópatas son como el cerdo: se aprovecha todo.
Existe, sin embargo, un criterio que permite discriminar entre la violencia terrorista y la acción aislada de un demente. Distinción tanto más perentoria ante la irrupción en escena de los carroñeros. Al respecto, el terror político siempre responde a cierta racionalidad instrumental. Apela a medios criminales, sí, mas subordinándolos a un propósito programático. Por extrema y desalmada que se revele, su violencia no obedece a cualquier proceder arbitrario. Persigue un objetivo externo, y a él se subordina. El terrorista es un enfermo moral, no un loco. Por el contrario, la crueldad del perturbado resulta desoladoramente gratuita. Nada pretende obtener, en realidad. Medio y fin son uno y lo mismo. La satisfacción narcisista de verse reflejado en las portadas de la prensa, aquellos cinco minutos de gloria que Andy Warhol prometió a todos los don nadie de la Tierra, es cuanto ansía. Como los buitres, por cierto.