Inane con tal de explicar ese furor iconoclasta que se ha instalado de la calle árabe, Europa ha dado en echar mano del arsenal de lugares comunes, mentiras piadosas y fantasías quiméricas que siempre guarda en el botiquín para urgencias como ésta, en las que no tiene nada que decir. De ahí que a estas horas atisbemos a los expertos de guardia aferrándose como a clavo ardiente al pretendido efecto insurreccional de Twitter, Facebook y demás juguetes virtuales, al modo de una pandilla de imberbes adictos a las videoconsolas. Así, según nos cuentan, el motor de la Historia ya no es la lucha de clases, sino cualquier chat de internet administrado con el brío pertinente por un quinceañero con el rostro poblado de acné.
Por cierto, papanatismo tecnológico, el suyo, idéntico al que quiso atribuir el triunfo de la Reforma de Lutero a Gutenberg y su imprenta de tipos móviles. Como si aquel fraile díscolo hubiese sido algo más que carne de hoguera sin el amparo del Gran Elector de Sajonia. Simultáneo, el otro mito que condimenta el relato de los enterados es un clásico, el de la revolución. Como si tal leyenda en verdad hubiera acontecido alguna vez. Como si a estas alturas del fin de las ideologías aún no supiéramos que eso que llaman "pueblo" apenas supone mero decorado ornamental en los juegos de poder. Y es que la revolución, aquel viejo sueño decimonónico, ni existe ni jamás ha existido.
Al respecto, en Egipto, igual que en todo tiempo y lugar, las masas son como un ciego con una pistola; huérfanas de una elite dirigente que las conduzca y domine con temple férreo, solo aciertan a provocar desastres. No hace falta haber sido bolchevique para dar fe de ello. Por lo demás, en el carrusel de cleptocracias coronadas por el carnicero de turno que infesta el Mediterráneo oriental únicamente se atisban dos fuerzas organizadas: el ejército y la embajada de los Estados Unidos. Razón última de que competa al intervencionismo decidido de Occidente, supremo tabú de nuestras plañideras antiimperialistas, evitar la matanza que se cierne en el ambiente. Es el único camino, soslayar el respeto hipócrita a las soberanías nacionales y convenir desde el exterior una transición pacífica con los centuriones. Ojalá.