Tras una historia secular de mutuo desprecio entre el intelectual y el político, sin duda Václav Havel será recordado como el último mohicano de una especie en extinción, la del hombre de pensamiento que concede vivir en promiscuidad con la res publica. Havel, epígono terminal de aquella figura que naciera a finales del XIX, cuando el caso Dreyfus y el "J’acusse" de Zola, la misma que también será enterrada a su vera en Praga. Los intelectuales, añejos agitadores de conciencias, ahora reemplazados en ese sacerdocio laico por las estrellas del rock y los cómicos. Camino, el que llevaba de Sartre y Camus a Willy Toledo y Ramoncín, en el que los españoles, siempre a la vanguardia, supimos tomar la delantera. De ahí, unánime, la preeminencia jerárquica de Messi sobre Havel en las portadas de la prensa de hoy.
Una muerte civil, la del intelectual comprometido, que, tal como el propio Havel sostenía en sus memorias, tampoco debiera llamarnos a excesivo pesar. No se olvide que intelectuales, y de nivel, fueron los inspiradores de los totalitarismo de diestra y siniestra que convirtieron el siglo XX en un inmenso campo de concentración. A su lado, los políticos vulgares, esos anodinos funcionarios del poder que cuando algo leen es el Marca, prosaicos gestores carentes del menor interés, tan de natural alérgicos a la imaginación, resultan una bendición divina. Por lo demás, había grandeza en Havel. El modo en que trató a los antiguos miembros del aparato comunista –sin odio, sin resentimiento, sin el menor asomo de venganza– lo demuestra.
Una grandeza no exenta de piedad ante las miserias de la condición humana. Miserias como las que describe en Sea breve, por favor, su libro póstumo. Así, a imagen de nuestros antifranquistas sobrevenidos, también los checos quisieron saldar cuentas con su propia mala conciencia. "Poco después de la llegada de la libertad a la vida pública surgió un tipo muy particular de obsesión anticomunista", cuanta Havel. "Como si algunas personas que durante años habían callado sintieran de repente la necesidad de compensar su anterior humillación [...] Finalmente los nuevos anticomunistas se enfurecieron más con los disidentes que con los representantes del antiguo régimen". ¿Le suena al lector esa melodía? En fin, que la tierra le sea propicia.