El recuerdo sereno de lo que aconteció aquel otro mes de octubre, el de 1934, cuando la Generalitat se sublevó por vez primera contra el orden democrático y constitucional español, sirve para certificar dos constantes históricas. La inicial es que aquí, en Cataluña, y pese a la obsesiva insistencia de los nacionalistas para tratar de negar lo evidente, nunca ha existido nada parecido a una mítica unidad civil en torno al afán soberanista. Esa imaginaria confluencia del grueso de la población tras un proyecto nacional segregado de España no es más que una ficción impostada. Leyenda que la misma historia del arsenal compuesto por cincuenta mil fusiles y escopetas que los escamots del Estat Català utilizaron aquel 6 de octubre se encarga por sí misma de desmentir. Y es que la mayoría de aquellas cincuenta mil armas de fuego con las que otros tantos catalanes pretendieron imponer la independencia por las bravas resulta que habían sido confiscadas pocas semanas antes al Somatén, la milicia parapolicial integrada por miles campesinos y pequeños propietarios urbanos, huelga decir que catalanes todos ellos, adictos al más estricto conservadurismo hispano.
Fusiles, carabinas y escopetas que, una vez fracasada la intentona y dados a la fuga cuantos las empuñaron por unas horas, diez en concreto, acabarían en manos de un tercer grupo de catalanes, los libertarios de la CNT-FAI, quienes se apresuraron a recogerlas a montones de las aceras donde las habían abandonado en su precipitada huida los de Badia y Dencàs. De hecho, los primeros arsenales con que contaron los anarquistas barceloneses un par de años más tarde, durante las agitadas vísperas del 18-J, procedían de aquella insólita recolecta callejera. Y es que, exactamente igual que hoy y que siempre, en el otro octubre, el del 34, hubo catalanes en todos los bandos. Por eso el próximo octubre volverán a estar divididos, como lo han estado siempre. La segunda regularidad histórica de la que procede tomar buena nota es la que certifica la inflación de locos que es tradición crónica en estas tierras. En Cataluña, acaso por efecto de los vientos atrabiliarios del Ampurdán, abundan por norma los locos. Y los orates, ya se sabe, se excitan con el calor del verano, pero también con las proclamas insurreccionales.
En el otro octubre hubo uno célebre, Jaume Compte, el líder de un Partit Català Proletari. Compte, con la batalla ya perdida ante los trescientos soldados de reemplazo del general Batet, abochornado por la indignidad de los cabecillas dados a la fuga y enronquecido de gritarles "¡cobardes!", de pronto exclamó: "¡Ahora veréis cómo muere un catalán!". Acto seguido, se quitó la camisa y se colocó con el torso desnudo frente a las ametralladoras que desde el fondo de las Ramblas disparaban contra el local del Cadci, la hoy sede central de la UGT de Cataluña. Decenas, centenares de proyectiles atravesaron su cuerpo en el acto. Puigdemont y Junqueras tienen preparado un simulacro circense para consumo de las televisiones internacionales que aportará como gran número estelar una declaración formal de independencia puesta a votación en el Parque de la Ciudadela, la que leerá ante las cámaras de la CNN esa buena señora que preside el Parlament. Pura escenografía efectista sin más trascendencia práctica que la aparatosidad de la representación. Pero no han pensado en los locos. Y los locos, ¡ay!, siguen estando ahí. Solo en la plantilla de la propia Generalitat, con sus más de doscientos mil empleados en nómina, ya tiene que haber un montón de ellos. Un Jaume Compte, solo uno, que se tome en serio la comedia y decida reescribir su propio papel en la farsa podría provocar que el guion todo se les escapara de las manos. Puigdemont y Junqueras están jugando con fuego y con idiotas, dos elementos altamente peligrosos. Esta broma puede acabar muy mal.