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José García Domínguez

Un país que no quiere trabajar

Hay un dato, un simple dato, que lo explica todo sobre Venezuela: teniendo 30 millones de habitantes, su economía es igual que la de Chile (17 millones).

Hay un dato, un simple dato, que lo explica todo sobre Venezuela: teniendo 30 millones de habitantes, su economía es igual que la de Chile (17 millones).
Cordon Press

Hay un dato, un simple dato, que lo explica todo sobre Venezuela: descontados los ingresos procedentes de la exportación de petróleo, su economía es igual que la de Chile, las dos tienen exactamente el mismo tamaño. La única diferencia es que Chile posee diecisiete millones de habitantes y Venezuela, por el contrario, aloja a treinta millones de almas en pena. Aunque, si bien se mira, también existe otra diferencia: en Chile todos saben que hay que trabajar; en Venezuela, en cambio, creen (también todos) que se puede vivir de practicar un agujero en el suelo y esperar sentados a que brote el maná. De ahí que, sin distingo alguno, igual los chavistas que los antichavistas, coincidiesen en el mismo programa económico cuando las últimas elecciones. Ambos garantizaron a los votantes que los problemas económicos de Venezuela se resolverían por arte de magia con la sencilla fórmula de doblar el número anual de barriles de petróleo, aumentando su número de tres a seis millones.

En el fondo, el problema de Venezuela no es el régimen sino la mentalidad colectiva, esa fantasía atávica de creerse un país inmensamente rico, la que lleva asentada más de cien años ya en las mentes de su gente. A día de hoy, el Estado de Venezuela adeuda al resto del mundo en concepto de créditos vivos un total de ochenta mil millones de dólares norteamericanos. Más nadie se inquiete: la única promesa que ha cumplido Nicolás Maduro desde que se aupó a la Presidencia de la República Bolivariana de Venezuela ha sido su compromiso formal de hacer frente a la deuda externa del país. Un proceder, ese suyo, que recuerda no el magisterio financieramente laxo del coronel Chávez, sino el de otro caudillo difunto, su tocayo Nicolae Ceaucescu, quien abonó puntual y religiosamente hasta el último céntimo debido al Occidente capitalista a costa de matar de hambre y frío a la población de Rumania. No por casualidad Ceaucescu, caso único entre los autócratas comunistas del Este, acabó sus días ante un pelotón de fusilamiento en medio de una airada revuelta popular.

Recuérdese al respecto lo que en cierta ocasión dijo Mark Twain: la Historia no se repite, pero rima. El bloqueo del revocatorio ha supuesto el cruce del Rubicón para el régimen, ya divorciado incluso de su propia legitimidad, la que emanaba de la Constitución chavista, ahora orillada ante la imposición abierta y desnuda de la simple fuerza bruta. Destruidas por Maduro las reglas del chavismo germinal, que en su momento se quiso popular y revolucionario, al régimen ya solo le queda el apoyo de los uniformados para sostenerse en el poder. Todo un punto de inflexión, el que marca el final de los recursos propios de la política más o menos pacífica para dar paso no se sabe todavía a qué. En cualquier caso, a nada bueno; sobre todo, si se repara en el dato turbador de que Venezuela es uno de los países del continente con más armas de fuego repartidas entre la población. Cuentan en Caracas que, ahora mismo, hay coroneles del Ejército trabajando de taxistas en sus horas libres porque el sueldo ya no les da para vivir. Mal asunto. Muy mal asunto.

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