La peor tara moral de la sociedad española, ese estar siempre pronta a renunciar a su dignidad por efecto del miedo, algo que se exteriorizó con vergonzosa crudeza entre el 11 y el 14 de marzo de 2004, y poco después con aquella huida atropellada de Irak, ha vuelto a emerger a la luz tras el rapto del "Alakrana". Así, la doctrina de la rendición preventiva, una forma de dimisión ética y estética que en un principio caracterizaba sólo al zapaterismo germinal, ha acabado por contagiar al grueso de la población.
De ahí la inopinada paradoja que ha suscitado ese atunero de conveniencia. Por un lado, el Gobierno que, irreconocible, por una vez se conduce con escrupuloso respeto hacia sí mismo y hacia los principios de legalidad y división de poderes, indicios ambos tan útiles con tal de distinguir a un Estado de Derecho de una banda de gangsters. Por el otro, y espoleada por algunos medios, la opinión pública, que presiona a fin de que el Ejecutivo viole las leyes, induzca a los jueces a incurrir en prevaricación y se pliegue a dialogar en plano de igualdad con unos criminales.
Diríase que lo habíamos entendido gracias al precedente de ETA, pero no. Hasta seis horas sin interrupción ha empleado alguna cadena de radio en obedecer la estrategia de comunicación prescrita por los secuestradores. Seis. Al tiempo, los mismos que se rasgaron las vestiduras ante la inaudita excarcelación de un pirata aéreo libio por parte del Reino Unido, exigen, airados, que sus dos colegas presos en España sean puestos en la calle sin mayor dilación. O en Kenia sin mayor miramiento. Como si Somalia no existiese, pero Kenia sí. Como si el precedente de los trece bucaneros allí extraditados por la Audiencia Nacional en junio no fuera ya sarcasmo bastante.
Como si la instantánea de cuatro facinerosos desarrapados derogase ipso facto el artículo 23.1 de la Ley Orgánica del Poder Judicial, ése que reza:"En el orden penal corresponderá a la jurisdicción española el conocimiento de las causas por delitos y faltas cometidos en territorio español o cometidos a bordo de buques o aeronaves españoles, sin perjuicio de lo previsto en los tratados internacionales en que España sea parte". Como si nadie, en fin, fuese capaz de pronunciar la palabra "Entebbe".