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José García Domínguez

Profanación

Ellas, paniaguadas cómplices del statu quo, en las antípodas morales de los verdaderos disidentes. Gente como Salman Rushdie, abocado a la muerte en vida por inapelable sentencia de los ayatolás. O Theo van Gogh, ya asesinado.

Cuentan las crónicas que cuando el estreno de la Electra de Galdós, tragedia elevada a icono del anticlericalismo patrio, Ramiro de Maeztu, por entonces aún anarquista feroz, irrumpió en la platea luciendo un enorme pistolón al cinto para lo que fuere menester. A su vez, y luego de entonar La Marsellesa en la Puerta del Sol, una muchedumbre iconoclasta intentaría asaltar el palacio arzobispal aquella misma noche. Todo ello tras desfilar en pía procesión laica, paseando a hombros a Don Benito el Garbancero como si del mismísimo Antipapa se tratara. Ocurrió el 30 de enero de 1901. Hace más de cien años. Esto es, cuando la Iglesia todavía encarnaba la devoción del Poder. Viceversa, pues, de cuanto hoy acontece, al haber devenido el repudio de la fe tradicional único culto oficial del establishment.

Así los anales, si esos niños de la guardería de Berzosa que andan profanando capillas supieran algo de historia, comprenderían lo muy canónico, oficialista y obediente de su gansada. Y es que, aquí y ahora, en el Occidente laico y secularizado, nada resulta menos epatante y provocador que asaltar templos y hacer público escarnio de la religión. Al revés, pocos gestos como ése revelan más pacata servidumbre, mayor sometimiento servil al orden constituido y la ideología dominante. A fin de cuentas, ¿dónde está la transgresión? ¿Dónde el heroico ataque al canon? ¿Dónde la airada contestación al sistema? Tan ignaras las pobres, esas beatas de la sacristía progre, las que obraron la suprema hazaña de exhibir tetas y necedad ante el púlpito, acaso nunca lleguen a descubrir que las genuinas meapilas del laicismo resultan ser ellas mismas.

Ellas, paniaguadas cómplices del statu quo, en las antípodas morales de los verdaderos disidentes. Gente como Salman Rushdie, abocado a la muerte en vida por inapelable sentencia de los ayatolás. O Theo van Gogh, ya asesinado. O Hirsi Ali, amenazada. O los autores de las caricaturas de Mahoma. O los contados pocos que aquí se atreven a cargar con el sambenito de racistas, islamófobos y fascistas tras infringir la ley del silencio. Ésa que impone el eufemismo de la cobardía que responde por corrección política a propósito de la barbarie coránica. ¿Heterodoxos los payasos de la Complutense? No me hagan reír.

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