El presidente Rajoy se está equivocando en el asunto de la sedición de la Generalitat. Rajoy, que como buen gallego porta el conservadurismo inscrito en el ADN, con el problema catalán, sin embargo, se conduce como esos liberales ingenuos que aún creen en la existencia de la fantasía antropológica llamada individuo. Sin embargo, lo que puebla el universo fáctico es la gente; la gente con sus miedos y sus pequeñas miserias, no el individuo quimérico capaz de enfrentarse a cualquier entorno hostil desde la definitiva autonomía y la más absoluta independencia de criterio. En un mundo de individuos, o sea en un mundo que no fuera de este mundo, la estrategia de Rajoy, apelar al cumplimiento de la Ley, sería la correcta. Pero la voluntad de los seres humanos reales, los de carne y hueso, no se conquista solo recitando reglamentos, códigos, disposiciones transitorias y normas de obligado cumplimiento.
Esa criatura de la imaginación utópica, el individuo, obra según su exclusivo pensamiento. La gente, en cambio, si se sabe amenazada con el aislamiento en caso de expresar juicios contrarios a los de la mayoría, tiende a plegarse ante la opinión que percibe como dominante. He ahí la única explicación a que la mitad de los catalanes haya cambiado de patria con la misma facilidad y rapidez con que se puede cambiar de marca de desodorante. Porque un clima de opinión convenientemente fabricado actúa igual que una mancha de aceite. La percepción de que el independentismo pudiera ser mayoritario, labor que en Cataluña han asumido como obligación cotidiana el grueso de los mass media, acaba por provocar un fenómeno de contagio deviniendo en una profecía autocumplida. Los sociólogos lo llaman la espiral del silencio: cuanto más se difunde la versión dominante por la prensa, más tienden a enmudecer las voces contrarias. Es un proceso en espiral, un bucle de retroalimentación positiva, un círculo vicioso.
En el País Vasco los díscolos frente al nacionalismo obligatorio se jugaban la vida; en Cataluña, donde todo, incluida la miseria moral de los nacionalistas, es siempre más pequeño y ruin, solo se juegan la nómina. El profesor universitario sabe que nunca obtendrá la plaza deseada; el periodista, que jamás lo contratarán en un medio importante de los que pagan bien; el funcionario, que no podrá promocionar en el escalafón; el empresario, en fin, que los contratos con la Administración siempre caerán en el cesto de la competencia. "Bastaba un pequeño pacto con el diablo para dejar de pertenecer al equipo de los prisioneros y perseguidos y pasar a formar parte del grupo de los vencedores y perseguidores", escribe Sebastian Haffner, en Historia de un alemán, a propósito de los primeros tiempos del nazismo. Muchos hicieron aquel pequeño pacto, que a veces solo consistía en mirar hacia otro lado, apenas eso. Lo que ocurre aquí, en Cataluña, no es tan distinto. El presidente Rajoy se está equivocando. Y ya no queda demasiado tiempo para rectificar.