Como demuestran todos los que han meditado sobre la vida política y los ejemplos de que está llena la historia, es necesario que quien dispone una república y ordena sus leyes presuponga que todos los hombres son malos, y que pondrán en práctica sus perversas ideas siempre que se les presente la ocasión de hacerlo libremente.
Así comienza el libro que nunca habría de leer la difunta Rosa Díez. Una apparatchik profesional desde la cuna que supo rodearse en vida, ahora se está comprobando, de toda suerte de bichos y alimañas, pero que, mujer refractaria a la imprenta, desdeñó el auxilio de algún ratón de biblioteca que la ilustrase sobre los recovecos de la condición humana, por ejemplo, con los Discursos sobre la primera década de Tito Livio.
En estos tiempos pueriles en los que el supremo ideal del dirigente público viene a ser una mezcla de Heidi, Platero y Pipi Calzaslargas, frecuentar al gran Nicolás Maquiavelo hubiera servido a la pobre Díez para saber con quién se estaba jugando los cuartos. Quizá Lozano le hubiera salido rana igual, no lo niego, pero al menos habría estado algo prevenida. Lozano, ahora presta a pasarla a cuchillo sin miramientos y su más servil alter ego hasta hace cinco minutos. Recuérdese para el caso su prodigiosa recreación del fiscal Vichinsky, el de los procesos de Moscú, cuando aquella rastrera campaña de acoso y derribo contra Francisco Sosa Wagner. Lozano y Díez, Díez y Lozano. Sórdido tándem, vive Dios.
La efímera estrella fugaz que respondía por UPyD vino a representar, paradoja de las paradojas, la quintaesencia de la vieja política. Quién habría de decir que el chiringuito de Díez terminaría encarnando lo peor de lo peor, el paradigma de esa selección inversa de las élites que acabó por expulsar a los más preparados, a los más capaces, a los más nobles, a los mejores, del foro. Estricta militarización del pensamiento so pena de purgas inmediatas; promoción exclusiva de los mediocres dados a la obediencia ciega, esa suprema virtud perruna; desconfianza instintiva hacia todo el que tuviese un medio cualquiera de vida fuera de la política; el clan interno como único receptáculo de las lealtades personales. El fervor entendido como sinónimo de sumisión. He ahí la obra de Rosa Díez y cuanto al final habrá de quedar de ella. Sic transit gloria mundi.