Dentro de muchos, muchos años, el lejano día en que ese Nacho Uriarte pierda por fin el miedo cerval a convertirse en don Ignacio, el guardián en el centeno de Génova comprenderá lo muy ridículo de su compungido mea culpa a cuenta de la célebre curda sabatina. "Me equivoqué, cometí una imprudencia, pido perdón", anda gimiendo Nacho ante un imaginario tribunal mormón de Utha. Inconsciente el hombre, sin duda, de que un folio en blanco inmaculado, al modo de su expediente civil, sólo podría salvarse con la coartada clínica de una crónica adicción al alcohol.
Si Nacho hubiera sufrido desde niño patológica dependencia de la bebida, quizá se podría comprender –y hasta justificar– que a su señoría no le quepa llenar ni una triste línea en un currículum profesional o académico. Siendo víctima el tribuno de semejante afección, sabríamos ser indulgentes con el desolado desierto que retrata su historial laboral. "Cómo habría Nacho de trabajar en nada cargando con tamaña cruz", nos susurraríamos unos a otros, compungidos. Y de sacarse una carrerita, por facilona que fuese, en semejantes condiciones, ni hablar, claro. De hecho, si Nacho albergara el más rudimentario sentido del pudor, ahora mismo pediría perdón de rodillas a la sociedad no por aquel aciago par de copas, sino todo lo contrario: por ser casi abstemio.
Al cabo, lo inaceptable, lo en verdad escandaloso del tal Nacho es que, al parecer, no bebe. ¡Ni siquiera bebe! ¿Cómo explicar, pues, que, a sus treinta sobrios abriles, el ni-ni de cabecera de don Mariano todavía no haya dado un palo al agua? Sí ha encontrado tiempo, sin embargo, nuestro improbable doncel con tal de vindicar su sagrado derecho a la inmadurez. Nacho, que se sabe pueril, exige de los adultos que respetemos su inalienable fuero, el propio de todo gozoso infante. "Un error no deshace un joven" (sic), ha sentenciado, cualquier cosa que la frase pretenda significar. Vaya usted a saber, tal vez la juventud, contra lo que suponemos los reaccionarios, ya no sea un estado transitorio de la biología que se termina curando con el tiempo, sino toda una categoría ontológica, una nueva bioclase social asistida de la legítima prerrogativa a dormir el sueño de la infancia interminable. Y Nacho, su profeta.