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José García Domínguez

Marcelino

Como tantos hombres decentes e ingenuos que alguna vez creyeron posible el Reino de Dios en la Tierra, Camacho fue un devoto comunista. El último, quizá. Descanse en paz.

Ahora que ya volvemos a ser aquel viejo país de cabreros que asqueó a Gil de Biedma, otra vez lanzándonos unos a otros los cadáveres siempre insepultos de la última guerra civil con ese odio rifeño, tan bárbaro, tan brutal, con esa bilis que sólo los españoles son capaces de segregar para zaherirse entre ellos; ahora, decía, se ha ido Marcelino. Catorce años en las cárceles de la dictadura por reclamar derechos básicos, elementales –el de reunión, el de sindicación, el de huelga–, y ni una palabra de rencor. Nunca el menor gesto de resentimiento, menos aún la sombra del afán de revancha. Jamás una frase cargada de ira surgiendo de sus labios, él, que tantas atenuantes podía esgrimir de haber incurrido en pronunciarlas.

¿Cómo olvidar su discurso en las Cortes constituyentes cuando la Ley de Amnistía? Había grandeza en la voz de aquel viejo obrero de la Perkins que entonces pedía desde la tribuna del Congreso que enterrásemos de una vez el eterno furor cainita de esta pobre patria nuestra. En vano, por cierto, igual que muy pronto se habría de demostrar. Reconciliación nacional, qué lejana suena esa idea, la que no se cansó de repetir ante el pleno, en tiempos como estos de avispados contrabandistas de la memoria, adánicos traficantes de sentimientos y engolados peristas de la Historia.

Unánimes, insisten los periódicos en su personal honradez, esa honestidad incorruptible, la de una vida de jerséis de lana gruesa y pisito en el extrarradio sin ascensor. Y a ninguno se le ocurre que no debería hacer falta. Hemos alcanzado el extremo en que procede dar noticia detallada en las necrológicas de que un español no fue un arribista, un chaquetero, un trepa o un ladrón. Por lo demás, Camacho era un tipo de otra época: equivocadas o no, fue fiel a sus convicciones durante toda su existencia. De ahí, el asombro general. "Pero si era un comunista", me dirán, en fin, esos jóvenes a los que hemos enseñado a juzgar antes que a comprender. Y sí, como tantos hombres decentes e ingenuos que alguna vez creyeron posible el Reino de Dios en la Tierra, Camacho fue un devoto comunista. El último, quizá. Descanse en paz.

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