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José García Domínguez

La traición de los clérigos

Ése, en puridad, es nuestra drama: que la lotería de la Historia nos haya premiado con una intelectualidad que se avergüenza de la nación.

Entre los libros imprescindibles que, por indiferencia o pura desidia, nadie aquí ha sido capaz de escribir está la adaptación doméstica de La trahison des clercs de Julien Benda, ese alegato contra los mandarines de la cultura francesa y su ecuménico afán por prostituirse al servicio de la política y los políticos. Una ciénaga en la que el propio Benda acabaría chapoteando tras devenir él mismo compañero de viaje del Partido Comunista. Todo un clásico, la figura del tonto útil acuñada por los estalinistas, que como tantos ingenios totalitarios acabaría siendo recuperada por sus más aplicados alumnos, los nacionalistas.

Y es que en nuestra particular traición de los clérigos reside el genuino hecho diferencial español, la excéntrica anomalía que aún hoy nos escinde de Europa. Me refiero, el lector ya lo habrá adivinado, al castizo prejuicio contra la nación que sigue rigiendo entre la intelligentcia peninsular. De ahí el insólito pervivir en el tiempo de esa patología tan suya: el empeño por desconstruir la idea misma de España, el triste esfuerzo colegiado con tal de reducir nuestro devenir colectivo al fruto de un mero artificio jurídico asentado poco menos que sobre la nada. ¿Cómo comprender, si no, a la única izquierda occidental que clama horrorizada frente a cualquier exhibición de los símbolos patrios que vaya un milímetro más allá del imperativo protocolario?

He ahí, por cierto, la suprema hazaña pedagógica de quienes estaban llamados a constituir nuestra minoría rectora. Porque, en apariencia vacunada contra la estomagante catequesis de los micronacionalistas, gran parte de la elite académica yace imbuida de idénticos prejuicios cerriles ante España y lo español. Ése, en puridad, es nuestra drama: que la lotería de la Historia nos haya premiado con una intelectualidad que se avergüenza de la nación. Y encima, para acabar de arreglarlo, renunciamos a construir una educación que merezca decirse nacional. Es sabido: si Francia existe es porque a lo largo de un siglo se forjó cada día en la escuela francesa. Aquí, sin embargo, acontece justo lo contrario: cada mañana, tras sonar el timbre que marca el inicio de las clases, sin prisas pero sin pausas, va desvaneciéndose España en las conciencias infantiles merced al concienzudo apostolado de los clérigos. Y así nos va.

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