Pablo Iglesias va a ganar la moción de censura. Si la hubiera presentado contra el Gobierno del PP, no tendría, huelga decirlo, ninguna posibilidad de triunfar. Por eso la ha diseñado contra el PSOE. Y es que el genuino propósito de ese vistoso salto de la rana no carente de alguna brillantez estratégica, mucho más que por erosionar a Rajoy ante su siempre complaciente conllevancia con la corrupción, pasa por hacer evidente ante las bases socialistas, las mismas que estarán llamadas a dirimir las primarias en breve, la definitiva indigencia política de la actual dirección de su partido. Ventilar durante unas horas en el hemiciclo de las Cortes el penúltimo episodio delincuencial de los somatenes del PP en provincias, por mucho que a la cosa se le llame moción de censura, sería una liturgia tan huera e intrascendente como el ruido de la bullanga cotidiana en las tertulias. Apenas otro espectáculo audiovisual llamado, como el resto de sus iguales, a ser enterrado para siempre en el olvido al día siguiente de su emisión. Para ese viaje, como bien saben los directivos publicitarios de Podemos, no hacen falta alforjas: con estampar unos dibujitos en un autobús basta.
No, la moción no va contra el PP. Bien al contrario, la víctima colateral de tan vistosa performance escénica no será Rajoy sino Susana Díaz, ahora forzada a un alarde cantinflista de contorsionismo retórico a fin de tratar de salvar al Gobierno sin que se le note demasiado el empeño. Lo venda como lo venda, todo un suplicio para lo que aún queda en pie a estas horas del partido socialista. Para la izquierda sociológica, que haberla hayla, puede ser demoledor contemplar al portavoz Hernando haciendo ejercicios malabares para acabar bendiciendo con su aval al ministro de Justicia, al de Interior, al fiscal general y al Gran Inquisidor de la Moncloa. Eso, que al PP le saldrá gratis total, va a resultarle carísimo al PSOE. A fin de cuentas, el propósito último que anima el movimiento de Podemos es que la Gestora de Ferraz sea percibida ante la opinión de la izquierda como el Partido Campesino de Polonia en tiempos de Gomulka. Y no se antoja en exceso difícil que lo consigan.
No obstante, el de la moción no es un paso carente de riesgos para el propio Iglesias. A ese respecto, siempre se recuerda el precedente de Felipe González, pero acostumbra a olvidarse el de aquel pobre Hernández Mancha, efímero líder parlamentario de la derecha tardofranquista que consiguió hacer el ridículo más conmovedor en la segunda y última moción de censura que ha conocido nuestra moderna historia parlamentaria. Y es que las mociones de censura son como las pistolas: también las carga el diablo. Con su particular órdago, aquel simpático y dicharachero Hernández enseñó lo que había, que era nada con sifón. Iglesias, que ha acreditado pericia sobrada en el manejo de la jerga macarra y el posado tabernario propios de los llamados debates de la telebasura, se mantiene aún virgen, sin embargo, en el uso de la oratoria parlamentaria para adultos. La moción, que deberá ser constructiva por imperativo de la Carta Magna, o sea articulada en torno a un programa completo de gobierno, puede resultar una ocasión preciosa para que Iglesias se vea forzado a orillar, siquiera por un instante, las proclamas de asamblea de COU. Conocemos al tertuliano, veamos al estadista.