Al igual, por ejemplo, que la nación catalana, la Izquierda tiene un único problema: que no existe. Y es que su concepción del mundo simplemente se desmoronó, al tiempo que caía el Muro y se aceleraba imparable el proceso de mundialización. O si no, que levante el dedito algún socialdemócrata que todavía crea de verdad en la planificación –indicativa o perentoria, tanto da– de la economía. O que ese viejo sereno reumático que responde por Diógenes Laercio nos ilumine con su lámpara al último mohicano del sesenta y ocho que postule la propiedad colectiva de los medios de producción.
O que el rojísimo Toxo revele a los compañeros del metal dentro de cuántos millones de años tiene previsto exigir que se le expropie el banco a Emilio Botín. O que José Blanco nos dé el nombre de un miembro –con uno bastaría y sobraría– de la Ejecutiva del PSOE que todavía deje la educación de sus hijos en manos de la escuela pública. Tan no existe la Izquierda que ya sólo quienes nos decimos de derechas sin ambages postulamos el principio irrenunciable de la igualdad entre las personas, frente al ciego entusiasmo del retroprogrerío por la discriminación dizque positiva.
Así las cosas, tampoco estaría de más que diéramos en homenajearnos enganchando propagandas en todos los autobuses municipales de, pongamos por caso, Barcelona; grandes papelotes en vistosos colorines que rezaran:
No lo dudes, chaval, con total seguridad, la Izquierda no existe. Déjate, pues, de tanta gansada buenista y ponte a pensar de una puñetera vez, que ya empiezas a ser mayorcito. Despierta. Llevas tres siglos, desde que en el XVIII Rousseau empezó a tomarte el pelo con la leyenda del buen salvaje, fantaseando con "volver" a no se sabe que pureza germinal.
Y todos, Marx, Lenin, Freud, el Che, Marcuse, Pol Pot, Lacan, Carlos Castaneda, Lévi-Strauss, el subcomandante Marcos, los piadosos criminales de Hamas..., todos te han estado engañado durante ese tiempo. Entérate: el buen salvaje jamás ha existido; nunca fue nada más que un mito literario, otro cuento para tener entretenidos a los niños; sólo eso, chaval. De ahí que, ahora mismo, las señas de identidad de la izquierda ya no remitan a idea general alguna sobre cómo debiera organizarse la vida en sociedad, sino, simplemente, a la cultura de la izquierda. Y que tal excursión teleológica no conduzca a proposición positiva sobre nada, que apenas racionalice un impulso de negación, de resentimiento, de auto odio; que únicamente proyecte una emoción que se quiere negativa, que sólo ansía deslegitimar la tradición moral que vincula a las sociedades libres con los valores de Occidente.
Vive la vida, hombre: di adiós a todo eso.