Desconcertantes esas dos fotografías que ocupaban la portada de El Mundo de ayer (el de Pedro J., no el de Stefan Zweig). A primera vista, la cosa resulta más que evidente. El tipo que luce en la de la derecha, el de la barba cana y el jersey verde oliva, no parece ser otro que el camarada Abimael Guzmán, carismático líder de Sendero Luminoso y cuarta espada, tras Lenin, Stalin y Mao, de la revolución socialista mundial, como es fama. El otro, el del escopetón tremendo, las Ray Ban fetén, sus preceptivas chirucas todo terreno y esa gorrilla clavada a la que gastaba Trotsky cuando fundó el Ejército Rojo, trátase, sin aparente duda, del Subcomandante Marcos antes de iniciar alguna acción de severo castigo contra las tropas gubernamentales en la selva de Chiapas.
Únicamente tras un exhaustivo peritaje visual llega el perplejo observador a descubrir las genuinas identidades de los figurantes. O sea, a pillar que el primero resulta ser Bermejo disfrazado de marqués de Leguineche en una montería con aroma a alcanfor, caspa y subdesarrollo; como aquellas en las que Fraga intentó –sin éxito– fusilar a la hija de Franco p´ayudar. E igual de atónito certifica que su cuate es nada menos que el jefe del Ejército Zapaterista de la Audiencia Nacional, el ínclito Garzón; ocupado para la ocasión en trabajarse el papel del prota en la próxima versión de La escopeta nacional. Qué escena más gloriosa con tal de ilustrar el definitivo epitafio de lo que ha quedado de la rojísima izquierda española. Extraordinaria. Sólo falta Paco Rabal con los pantalones remendados, las alpargatas y la milana bonita al hombro, recogiéndoles las piezas del suelo a los dos señoritos.
En fin. Que sí. Que alguna contraindicación ética ha de haber en eso de que Garzón y Bermejo, Bermejo y Garzón, el número dos de Mister X y el número uno de Mister Bean, salgan juntos y revueltos a practicar la caza del conejo engominado, exclusivamente, en las zahúrdas municipales del adversario. Que claro que tiene razón el pobre don Mariano. No obstante, a uno le resulta mucho más sugerente la dimensión estética del asunto. Ese cortijo tantas veces soñado en la juventud. Ese eterno, obsesivo, patético, sobrehumano esfuerzo de los noveaux riches con tal de imitar la liturgia escénica de la aristocracia y la burguesía genuina. Esa enternecedora performance, en todo tiempo y lugar condenada al fracaso. La lubinamismo, que diría Chaves.