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José García Domínguez

Juan Goytisolo

Pertenezco a una generación que se lanzó a la militancia política desde el desconocimiento más profundamente obsceno acerca de la razón histórica de su propio país.

Pertenezco a una generación que nació a la vida civil marcada por la impronta estética, política y sentimental de dos escritores de Barcelona: Manolo Vázquez Montalbán y Juan Goytisolo. Por Montalbán, intelectual dotado de una capacidad de persuasión mediática quizá sólo equiparable a la que años después exhibiría Jiménez Losantos, acabamos haciéndonos comunistas. A su vez, de Goytisolo aprendimos a sublimar aquel vago desdén, aquel menosprecio fatalista frente la idea de España en el que habíamos sido educados desde la infancia, mientras, poco a poco, iba extinguiéndose la anodina dictablanda en que consistió el franquismo tardío.

Ahora, a Goytisolo le acaban de otorgar, no sin alguna justicia, el Nacional de Literatura. A pesar de ello, y aunque apenas fuera por mera compasión, lo prudente sería abstenerse de incurrir en su relectura. El paso del tiempo está resultando demoledoramente cruel con el otro. Desvanecida, al fin, el aura romántica y resistencial del famoso compromiso, lo que hoy queda en letra impresa del padre de Pepe Carvallo, qué le vamos a hacer, no va muy allá. Y quizá ocurra exactamente lo mismo con Señas de identidad (¡novela de estudio obligatorio en el último COU del régimen!), Juan sin tierra y Reivindicación del conde Don Julián, la trilogía que en su día nos provocó a muchos ex jóvenes una auténtica conmoción, tanto estética como ética.

Pertenezco, decía, a una generación que se lanzó a la militancia política desde el desconocimiento más profundamente obsceno acerca de la razón histórica de su propio país. Una generación, la del auto odio, la mía, que no ha leído, por ejemplo, a Julián Marías porque, al castizo modo machadiano, también desprecia todo cuanto ignora y está orgullosa de su ignorancia. De ahí, entre otras taras, que los entusiastas de Reivindicación del conde Don Julián nunca llegaran a acusar recibo de que su héroe, el loado traidor que en 711 habría abierto las puertas a la islamización de la Península, jamás existió.

Metáfora perfecta sobre nuestra ciega indigencia cultural, la misma que se empeñó en confundir la realidad histórica de España con la contingente caspa franquista, escribe a ese propósito Marías: "No se sabe si se llamaba Olían, Ullán o acaso Urbano; lo seguro es que no era conde, y poco probable que su nombre fuese Julián; no se sabe si era godo, beréber o bizantino, si era gobernador de Ceuta en nombre del reino visigodo o dependía del Imperio Bizantino, o era señor de una tribu cristiana de berberiscos". O sea, que, en realidad, no se sabe nada de nada sobre ese asunto.

Pertenezco, iba diciendo, a una generación que será olvidada sin pena ni gloria.

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