En alguna parte le he leído a Eduardo Punset que, al modo previsto en la denostada genética de Lysenko, la pobreza constituye rasgo hereditario que se transmite de padres a hijos durante tres generaciones. De ahí, quizá, la ostentórea hortericie que siempre delata a la figura del nuevo rico. Ecuménica vulgaridad que en el caso de esas fortunas súbitas labradas a caballo de la corrupción, suele acompañarse de un extraño sesgo escatológico. Como la muy turbadora predilección de aquel Roca de Marbella por convertir en testigos mudos de sus deposiciones en el excusado a originales lienzos de Picasso, Braque o Miró. O esa inopinada querencia de Jaume Matas por las escobillas de váter más caras que hayga, revelador antojo que, a no dudar, hubiese hecho las delicias del doctor Freud de Viena.
Pues algo tiene ese don Jaume de la triste estampa que apela a los clásicos, incluidos los de nuestro Siglo de Oro. De hecho, la crónica de su muerte política anunciada habita en la más célebre plana del Lazarillo de Tormes, allí donde el ciego y la Munar, o Matas y Lázaro, que tanto monta, convienen repartirse la pitanza al fraternal modo: "Agora quiero yo usar contigo de una liberalidad, y es que ambos comamos este racimo de uvas, y que hayas del tanta parte como yo. Partillo hemos desta manera: tú picaras una vez y yo otra; con tal que me prometas no tomar cada vez mas de una uva, yo haré lo mesmo hasta que lo acabemos, y desta suerte no habrá engaño".
Así, clamoroso, el silencio de Matas ante las cada vez más impúdicas rapiñas de "Sa Nina", la princesa de los labios de fresa que coronó la monumental ensaimada cleptocrática balear, auguraba ya todas las prueba de cargo que pesan en su contra. Indicios más que racionales que debieran haber provocado su inmediata, fulminante expulsión del Partido Popular. Al igual que sucediera con aquel Gabriel Cañellas, de profesión sus túneles, cuando la sombra de Sóller dio en proyectarse sobre las cristaleras de Génova. El todopoderoso muñidor Cañellas, que ni siquiera estaba procesado cuando, inapelable, la conciencia crítica que entonces aún regía en la derecha dio con sus huesos en la calle. Qué tiempos aquéllos, don Mariano.