En algún sitio le tengo leído a Montanelli, quizá en sus memorias, que se puede otorgar el poder absoluto a un hombre durante no más de cinco años, pero siempre con el compromiso de fusilarlo al vencimiento del plazo. He ahí el error que los italianos cometieron en su día con Berlusconi. Una negligencia que ahora pretenden enmendar por la vía de la entrepierna. Como si la vívida afición del Cavaliere por las velinas no constituyese la más inocua de las obscenidades que retratan a la política italiana de medio siglo a esta parte. Al respecto, inmersos en ese furor calvinista que hoy asola Europa, ya nadie parece recordar, por ejemplo, las deferencias diplomáticas que imperaban en los tiempos no tan lejanos en que París aún era París.
Cuando el Gobierno de la República francesa gustaba premiar a los mandatarios extranjeros de visita oficial con una recepción en Le Chabanais, el más notable y renombrado burdel de la capital. Atenciones que el programa oficial de actos solía consignar bajo el pío epígrafe de "visita al presidente del Senado". Por lo demás, y a los efectos que nos ocupan, punible en Berlusconi no es cuanto haga o deje de hacer en su muy privada cama en compañía de adultos, sino la conducta presidencial en los ocasionales lapsos en que se aleja de ella. El ya mentado Montanelli, que como buen italiano no creía en Italia, igual dejaría escrito que jamás identificó a la derecha con una ideología, ni mucho menos aún con un partido.
Para él, como para Benedetto Croce, la derecha era una cultura, un gran contenedor moral en el que cualquier idea podía encontrar cobijo bajo la premisa de compartir los modos y formas liberales. La derecha era, y ahora sí tengo delante y literales sus palabras, "un catecismo de conductas: desinterés, corrección, horror al espectáculo y a la demagogia". Es decir, la precisa, exacta, definitiva antítesis de Berlusconi. Ese adiposo galán que, tras la apresurada huida a Túnez de su compadre Craxi, hubo de elegir entre dos incordios: entrar en política o entrar en la cárcel. El mismo que aún usufructúa un Estado que, a decir de sus compatriotas, se mantiene en píe porque ni siquiera tiene fuerza para caerse. Únicamente.