Como dijo Franco, Francisco, cuando lo de Carrero, no hay mal que por bien no venga. Porque, igual que el aleteo de una mariposa en Borneo puede provocar un terremoto en Australia, la muy contrastada idiocia ontológica de David Cameron ha obrado el milagro meter el miedo en el cuerpo a la España frívola y bullanguera, esa misma España que acaba de verle las orejas al lobo, aterrador viernes negro del Ibex 35 mediante. Así, gracias al supremo tonto con balcones a la calle que a estas horas andará haciendo las maletas en el 10 de Downing Street, el sistema, mal que bien, ha salvado los muebles. Un sistema, el aquí siempre tan denostado, que no es otro más que la democracia representativa, la forma más admirable y civilizada que jamás haya conocido la Humanidad para procurarse el gobierno de lo común.
Gracias, David, mil gracias. Sin tu supina, prodigiosa, descomunal estupidez, providencial bálsamo que ha hecho despertar a los españoles del sueño de los justos en la última fracción de segundo previa a despeñarse con todo el equipo abismo abajo, ahora mismo ya estaría el alcalde de Éibar proclamando la Tercera República en el balcón del Ayuntamiento. ¿Qué habría sido hoy de este país si los cielos, siempre compasivos, no nos hubieran regalado al lerdo de Cameron al otro lado del Canal de la Mancha? El de Pontevedra y su Guardia de Corps correrán a colgarse la medalla que solo el necio de David merece, porque él y solo él ha hecho méritos sobrados para lucirla en el pecho, o mejor más cerca de alguna víscera menos noble.
Si hubiese justicia poética en este mundo, don Mariano, Soraya & Cía deberían abjurar de Roma y abrazar la fe anglicana antes de que cante el gallo. Acaso no sean conscientes aún, pero ha venido Dios a verlos. Porque el miedo, ese miedo al que apelaron con impudor obsceno desde el primer día de la campaña, es como una pistola que dispara una sola bala. Algo de sobra sabido, por lo demás. Lo que nadie, sin embargo, podía prever era que, al final, el calibre de ese proyectil iba a resultar únicamente comparable a la necedad oceánica del Primer Ministro de Su Graciosa Majestad. Esta vez, y por los pelos, nos ha salvado un asno de importación. No sigamos, pues, haciendo el burro. Porque tontos como David solo hay uno.