El ministro Gallardón, de Justicia, parece decidido eclipsar el aforismo célebre gracias al que un Pedro Pacheco, de Jerez, ganó larga fama nacional. Gallardón quiere que la justicia deje de ser un cachondeo y pase a convertirse en una dirección general a las órdenes directas del Gobierno. Una terminal administrativa sometida, como el resto de sus iguales, a la autoridad y tutela del Ejecutivo, a imagen de lo que sucede con Correos, Tráfico u Obras Públicas. Al fin alguien ha dado con la formula para evitar que la gobernanza de la Justicia contradiga el principio de la división de poderes: suprimir de un plumazo el principio de la división de poderes.
Primero el PSOE se aprestó a ejecutar sumariamente a Montesquieu. Y ahora el PP procede a darle el tiro de gracia. Cautiva y desarmada la judicatura, pues, la partitocracia ha alcanzado sus últimos objetivos. Montesquieu, esta vez sí, yace difunto para siempre. El CGPJ, genuino caballo de Troya ideado por los partidos con el fin único de desmantelar el tercer poder del Estado, ni siquiera mantendrá ya la ficción de independencia. Hasta Gallardón, al menos se respetaban las normas de la más elemental hipocresía. A partir de ahora, ni eso. Su impudor llega al extremo de que no pretende engañar a nadie. La arrogancia le impide incluso disimular.
Se trataba, nos dijeron hace treinta años, de suprimir el modelo judicial franquista. Benemérito afán al que apenas cabía presentar una objeción, a saber, que nunca existió tal modelo judicial franquista. La Justicia en España, igual bajo la dictadura que en la República o, antes, en la Restauración, vino rigiéndose por un único patrón liberal. A ese respecto, Franco se limitó a repetir el proceder de sus antecesores: presionar a los de las togas, si bien preservando su autonomía formal. Por algo, y desde la Constitución de Cádiz hasta la actual, imperó aquí el mismo sistema judicial. Un sistema, el liberal, que presentaba una muy notable ventaja frente al llamado democrático que lo ha sustituido. Y es que, a diferencia de éste, se sabía en qué consistía. Que del nuevo apenas consta un rasgo ontológico: la voluntad de arrasar la independencia de jueces y magistrados. Eso mismo que acaba de consumar Gallardón.