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José García Domínguez

Frenemos el próximo golpe

Los legisladores de nuestra democracia tienen la imperiosa obligación de adelantarse a la próxima intentona golpista de los catalanistas.

Los legisladores de nuestra democracia tienen la imperiosa obligación de adelantarse a la próxima intentona golpista de los catalanistas.
EFE

Tan rápido y ejemplar, el adecuado progreso experimentado por Carme Forcadell en su proceso de reeducación democrática, unos avances civilizatorios que ponen de manifiesto la función pedagógica de la cárcel, viene a certificar que el miedo funciona. De hecho, es lo único que funciona ante cuadros crónicos de fanatismo ideológico agudo como los que presentan los reos catalanistas ahora bajo tutela de la Justicia. De ahí que ejemplos como los de Forcadell o el del Jordi mudo, ese Cuixart desaparecido en combate tras su ingreso en prisión, muestren a las claras que esa vía, la de los barrotes, es en la que ahora deberíamos profundizar si lo que se desea es llegar a una solución definitiva del problema catalán. Siempre con la debida salvaguardia, huelga decirlo, de los derechos y garantías que en todo Estado de Derecho amparan a las personas sometidas a procesos judiciales. Entre otras razones, el no renunciar bajo ningún concepto a severos correctivos carcelarios, sino todo lo contrario, se antoja la estrategia más adecuada porque no es cierto, contra lo que se ha convertido en un lugar común indiscutido, que el independentismo haya sufrido un crecimiento exponencial en los últimos años, pasando de representar en torno al 20% de las voluntades a cotas, las actuales, que rondan la mitad del censo electoral. Porque no se ha producido una conversión masiva al separatismo de la noche a la mañana. Esas cosas, y los sociólogos lo saben bien, no pasan en ninguna parte. Y en Cataluña tampoco.

Lo que ocurre es que aquí, en Cataluña, siempre ha habido, más o menos, un 50% de independentistas. Siempre. La diferencia reside en que una gran parte de ellos, los que votaron a la coalición CiU durante casi 40 años seguidos, eran eso que podríamos llamar separatistas sentimentales. Soñaban con la independencia del mismo modo que un niño puede soñar con un tren cargado de juguetes: deseándolo con todas sus fuerzas pero, al tiempo, sabiendo que nunca va a llegar. Hasta que, 2012, Artur Mas se les apareció disfrazado de Moisés y les aseguró que sí, que era posible y que habría montañas de juguetes gratis para todos. No es que ahora, pues, haya más independentistas que hace 20 años, lo que ahora hay en más independentistas infantiles que hace 20 años, muchísimos más. Y eso conviene saberlo. En Cataluña, y como mínimo en el intervalo de un par de generaciones, no va a haber una reducción significativa del número de separatistas. Al igual que en Estados Unidos, y pese a los muchísimos esfuerzos del Gobierno federal a lo largo de décadas, el porcentaje de supremacistas blancos en los Estados del Sur se ha mantenido estable grosso modo desde la abolición de las leyes de segregación racial. De ahí que el apaciguamiento, la política a la que mucho más pronto que tarde querrán volver PP y PSOE, sea un camino que, como ya se demostró de sobras en las vísperas de esta grotesca carlistada, no conduce a ninguna parte. Ahora mismo, en las aulas de las escuelas de la Generalitat, esas aulas donde se explica a niños de cinco años que en Cataluña hay presos políticos, están aprendiendo sus primeras letras el próximo Junqueras y el futuro alter ego de Puigdemont.

Y por eso los legisladores de nuestra democracia tienen la imperiosa obligación, el imperativo perentorio e inexcusable, de adelantarse a la próxima intentona golpista de los catalanistas. Y de hacerlo bajo la inspiración de esa grata evidencia antropológica que Forcadell ha venido a ratificar en los últimos días, la de que el miedo funciona. Urge, pues, una iniciativa en el Congreso de los Diputados para prohibir por ley los indultos gubernativos en los casos de convictos que cumplan pena por los delitos de sedición o de rebelión. Alternativamente, cabría proponer una modificación del Código Penal para que en esos dos supuestos, los de sedición y rebelión, la ley exigiera de forma expresa el cumplimiento íntegro de las penas. Y esa iniciativa en las Cortes no la puede promover nadie más que el grupo parlamentario de Ciudadanos. Es sabido que en España, como en cualquier país democrático y civilizado, las leyes no pueden tener carácter retroactivo. No se trataría, entonces, de perseguir venganza alguna contra Junqueras, Puigdemont y compañía, sino de asegurarnos de que el próximo Tejero con barretina se lo vaya a tener que pensar mil veces antes de repetir la machada chulesca y testicular del Payés Errante. Frenemos el próximo golpe. Pero ya.

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