Del difunto Francisco Camps cabría suscribir dos certezas sin mayor riesgo de errar en la disección moral del personaje, a saber, que no pasará a la Historia por haber sido el político más corrupto de España, ni tampoco, ¡ay!, por revelarse el de mente más despejada. Y es que la suya fue una tragedia volumétrica, un drama diríase que arquitectónico, un eterno calvario siempre marcado por fatales asimetrías espaciales. Así, igual que todos los trajes le quedaban un poco anchos, tampoco hubo manera de conseguir que el cargo dejara de venirle algo grande.
Por eso, como Oscar Wilde en la más atinada de sus boutades, también Camps podría haber hecho mutis por el foro, sentenciando ufano: "Muero como he vivido, por encima de mis posibilidades". Al tiempo, merced a una aciaga mata de tomates de invernadero y cuatro inoportunos cachelos de Orense, acaba de caer el jefe supremo de los anacletos con grande alborozo de Rajoy y sus palmeros. El mismo Rajoy que semeja dispuesto a llevarse por delante, enterita, la huerta de Valencia antes que administrar cristiana extremaunción al cadáver insepulto de los siete trajes de baratillo con ajustador. Cosas veredes, amigo José Mari.
¿O acaso ya nadie recuerda qué se hizo de un tal Gabriel Cañellas, de profesión sus túneles, cuando la incierta sombra de Sóller dio en proyectarse sobre las portadas de la prensa nacional? El todopoderoso muñidor Cañellas, que ni siquiera estaba enfilado por la justicia cuando, fulminante, la conciencia ética que por entonces regía en Génova dio con sus forrados huesos en el ostracismo. Qué tiempos aquellos: aún se percibía, inequívoca, la olvidada línea que un día marcó la frontera entre el territorio moral del PSOE felipista y el de la decencia.
Imposible imaginar por aquel entonces a la Cospedal de turno aferrándose, patética, falaz, risible, a la presunción de inocencia del cuate encausado. Glorioso razonamiento, por lo demás. Tal que así, apelando a esa mera garantía procesal, la inocencia presunta, el setenta por ciento de los presos encerrados en las cárceles patrias, reclusos preventivos todos ellos, ergo presuntos inocentes, debieran reclamar un puesto de honor en las listas electorales del PP tanto en las del Congreso como en las del Senado. Qué lejos, aquellos tiempos.
En fin. Descanse en paz.