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Escolta, Cebrián

El secesionismo que postula CiU nada tiene que ver con EEUU, Suiza o Alemania, paradigmas del federalismo.

Si bien se mira, hay algo kafkiano en el Madrid nacionalmente correcto de la progresía. El Madrid siempre alerta ante la posibilidad de que se le pudiera confundir con los fachas. Ese Madrid atormentado, igual que el pobre José K también en busca de su propia culpa para dar satisfacción a los jueces del Castillo (de Montjuic). De ahí que tras la marcha sobre Barcelona le haya faltado tiempo para interiorizar el cuento de la Generalitat. Que España arrastra un problema secular de vertebración nacional, sostienen hoy sus más ilustres voceros. Algo que se resolvería integrando a los nacionalismos periféricos en un nuevo modelo de Estado, el federal por más señas.

Como si no hubiesen sido esos mismos nacionalismos los inventores del problema y máximos interesados en que jamás se resuelva. Como si resultaran integrables, algo que los desposeería de su propia razón de ser abocándolos a la extinción. Como si no fuese metafísicamente imposible convertir a España en un Estado federal por la sencilla razón de que España ya es un Estado federal. Como si, desde Prat de la Riba hasta el propio Artur Mas, la constante que identifica al movimiento catalanista fuera otra distinta al repudio del federalismo. Como si algo existiera más ajeno a su romanticismo narcisista que el afán nivelador que anima la idea federal.

Muy al contrario, el secesionismo de cabotaje que postula CiU nada tiene que ver con Estados Unidos, Suiza o Alemania, paradigmas del federalismo, y sí mucho con el añejo Imperio Austro-Húngaro de las novelas de Joseph Roth. Detrás de la parafernalia épica de las esteladas, lo suyo es un independentismo low cost en el que, a cambio de un módico tres por ciento del PIB catalán, la Corona y el Ejército españoles prestarían los servicios de una jefatura del Estado ornamental y de defensa de las fronteras. Amén, claro, de garantizar la permanencia de Cataluña en Europa. O sea, una confederación de facto amparada bajo el manto de una monarquía redefinida con tintes austracistas. Asunto que, por cierto, convierte en imprescindible la connivencia de la Casa Real en el proceso de voladura controlada de la soberanía. El siglo XVIII, eso, queridos biempensantes mesetarios, es lo que tiene in mente el Garibaldi de la Plaza de San Jaime.

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