Perplejo, constato cómo alguna prensa se ha apresurado a tildar de "pijo-borroka" a la gañanada juvenil de Pozuelo de Alarcón y alrededores causante de los estragos urbanos de la noche más larga de YouTube. Arbitrario estigma clasista que esos Marcuse del Todo a Cien se empecinan en justificar por el alto nivel de renta que, al parecer, gozan los padres presuntos de las criaturas. Y es que, claro, si otra horda sincrónica de cafres drogados y borrachos hubiese asaltado la comisaría de cualquier barrio humilde de Madrid, el asunto estaría más que justificado y en absoluto devendría acreedor de mácula, ni mucho menos del público reproche.
En fin, vaya por delante que uno siempre ha sentido la causa de los pijos como propia. Así, ya de pequeñito, cuando los otros niños soñaban con ejercer de futbolistas o con abrazar oficios más viles todavía, uno siempre decía que, de mayor, quería ser pijo. Luego, fatal crueldad del destino, la ausencia de recursos familiares forzó que hubiera de renunciar con dolor a aquella muy sentida vocación primera. No obstante, la querencia por el pijerío en general y, sobre todo, por las pijas, adorables criaturas siempre objeto de la más devota, rendida admiración, nunca habría de abandonarme.
Valga, pues, en su descargo corporativo que si alguna vez hubo tal cosa como una pijo borroka, no aconteció el asunto precisamente en Pozuelo de Alarcón sino en la no menos burguesa y acaudalada villa de París. En concreto, durante cierta performance auspiciada por otros señoritos mimados. Protagonistas todos ellos de una revolución de pacotilla que expiró al súbito modo cuando la nueva vanguardia del proletariado dejó de ingresar la rutinaria transferencia bancaria mensual, tras dar comienzo las sagradas vacaciones de verano.
Y de aquellos mitificados pijitos franceses, estos descerebrados lodos mesetarios. ¿Cuántas horas habremos de esperar hasta que la autoridad nos haga comprender que los bestias de Pozuelo no deben ser juzgados por las consecuencias de sus actos, dada su condición de jóvenes? Pues la juventud, contra lo que presumimos los retrógrados, ya no constituye un estado transitorio de la biología humana, sino toda una categoría ontológica, la asistida del legítimo derecho a dormir el sueño de la infancia interminable. Sin que nadie, policía incluida, la incordie.
Ah, las pijas.