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José García Domínguez

Elogio del socialismo

El viejo socialismo nunca dejó de constituir una rama, todo lo herética que se quiera, de la cultura judeo-cristiana. Por muy iconoclasta que se pretendiese, no pudo evitar compartir valores esenciales con el mundo que ansiaba destruir.

Víctima ella misma de la fatal arrogancia que denunció su intelectual de cabecera, cierta derecha parece no cansarse de refutar a diario los fundamentos teóricos del socialismo. De vuelta del quiosco, rara será la mañana que uno no se tope entre las páginas del periódico con algún nuevo Popper, amén de dos o tres reencarnaciones de Hayek, empecinados todos en dinamitar con irrebatibles argumentos los cimientos mismos del colectivismo. A buenas horas. Como si la izquierda realmente existente aún tuviese algo que ver con el socialismo. Como si la utopía igualitaria no yaciera muerta y enterrada desde mucho antes de la caída del Muro. Como si ahora el peligro viniese del socialismo y no de justo lo contrario, de su irreparable desaparición de la escena histórica.

Y a uno le entran ganas de gritar: ¡No es la economía, est...! Olvidaos de Marx y empezad a leer a Nietzsche. Porque el auténtico enemigo, el real, el de verdad, es el nihilismo, no el socialismo. Y no se os ocurra alegraros del cambio. A fin de cuentas, el viejo socialismo nunca dejó de constituir una rama, todo lo herética que se quiera, de la cultura judeo-cristiana. Por muy iconoclasta que se pretendiese, no pudo evitar compartir valores esenciales con el mundo que ansiaba destruir. Principios axiales de la doctrina que apelaban a la austeridad personal, al muy puritano sentido de la responsabilidad, a la idea del bien común, al repudio del vacío hedonista, a un cierto sentido trascendente de la existencia...

Invisibles puntos de tangencia que pasaban por el común rechazo a la suprema superstición posmoderna, ésa que ordena dogmáticamente que no haya absolutos; ni sobre el bien y el mal, ni sobre el saber y el ignorar, ni de orden ético y valores humanos. Secreta complicidades transversales que rehusaban entender la tolerancia como un sinónimo de dimisión moral que diluye en cómodas opciones a ancestrales imperativos éticos. De ahí que, en el fondo, la extinta izquierda de raíz marxista cumpliese la misión impagable para Occidente de, cómo decirlo, civilizar la disidencia; de servir de muro de contención espiritual frente a la barbarie emanada de las crisis cíclicas del sistema. Justo lo que la nueva izquierda, esa hija descerebrada de los adolescentes eternos del sesenta y ocho, ha venido a destruir con alegría suicida digna de mejor causa.

"Nunca has escrito un artículo sobre Educación para la Ciudadanía", me reprochan a menudo mis amigos católicos. Pues yo creo que sí lo he hecho.

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