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José García Domínguez

El triunfo de la partitocracia

Como si ignorásemos que en este pobre país los partidos deciden, sin escándalo aparente de nadie, desde el nombre del tío que manda en el Orfeón Donostiarra hasta la Junta de Gobierno de la Cofradía del Santo Cristo del Desenclavo.

Lo confieso, nada me escandaliza ese feliz retrato de familia, la instantánea coral de PP y PSOE escoltados por sus pequeños compinches nacionalistas, repartiéndose entre abrazos, guiños, arrumacos y sonrisas los restos del cadáver de Montesquieu. Al contrario, si acaso algo me irrita en tan gozosa estampa es el gemido hipócrita del coro de plañideras, sus recurrentes lagrimas de cocodrilo, rutinario llanto por la virginidad perdida de los jueces y el difunto principio de la división de poderes. Como si a estas alturas hubiera de constituir grande drama descubrir que la judicatura también esté a las órdenes de los políticos. Como si ignorásemos que en este pobre país los partidos deciden, sin escándalo aparente de nadie, desde el nombre del tío que manda en el Orfeón Donostiarra hasta la Junta de Gobierno de la Cofradía del Santo Cristo del Desenclavo.

Tampoco me subleva, más bien todo lo contrario, que, dado el empate entre los comisarios políticos de las fuerzas estatales (llamarles nacionales sería incurrir en hipérbole gratuita), el mando efectivo del Consejo General del Poder Judicial corresponda a la pareja de emisarios del separatismo moderado: la señora esa que ha enviado Ibarretxe y Ramón Camp, notorio soberanista de CDC. Y es que así, como dicen los analfabetos, se visualizará lo falaz de cierta leyenda urbana que aún circula con profusión. Me refiero a la ingeniosa fantasía según la cual los secesionistas lo habrían pasado muy mal bajo el Gobierno de Aznar.

He ahí otra prueba de su terrible martirio pretérito: con mayoría absoluta, el Partido Popular se encargó de garantizarles que una situación como la actual pudiera producirse más pronto que tarde. Por lo demás, nadie ignora ya que si algo caracteriza a la conjunción zapaterista-marianil felizmente reinante es la contorsión hasta el esperpento de los principios meritocráticos que rigen la cooptación de las elites políticas en cualquier lugar serio. Sabido y constatado, nada habremos de objetar a los curriculums de esa legión de mediocridades transversales llamada a dirigir los destinos de la Justicia.

En fin, politizada la Administración desde el empleo de bedel hacia arriba, rebajado el Parlamento a disciplinada terminal partidaria a las órdenes del Pepiño Blanco de turno, devaluada intelectualmente la clase política hasta extremos inimaginables hace apenas una década y aforada en tanto que intocable casta dirigente, expulsados de su seno cuantos individuos de talento dejasen entrever algo lejanamente parecido a un carácter o personalidad propia, la destrucción definitiva del Estado de Derecho por medio del derrocamiento del Poder Judicial constituía la condición necesaria –que no suficiente– para el genuino cambio de régimen: sustituir la vieja democracia liberal por una partitocracia bifronte. O sea, por esto.

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