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José García Domínguez

El ideario de Ciudadanos

Ciudadanos persigue un propósito tan simple –y tan arduo en la España castiza del capitalismo de compadres– como el de conciliar la eficiencia con la equidad.

Ciudadanos persigue un propósito tan simple –y tan arduo en la España castiza del capitalismo de compadres– como el de conciliar la eficiencia con la equidad.

En el Partido Popular, organización que preside un antiguo correligionario de aquel Gonzalo Fernández de la Mora, de profesión sus crepúsculos, andan muy preocupados estos días por la ideología de Ciudadanos. Un asunto, el del sesgo doctrinal de esa fuerza emergente, que, sin embargo, se puede discernir de un modo bien simple. Baste con saber que Ciudadanos hará que los consejos de administración del Ibex 35 se vean impelidos a abonar el Impuesto de Sucesiones. Una oportunidad, la de poder devolver a la sociedad una pequeña parte de lo mucho que han recibido de ella a lo largo de sus vidas, que ni la derecha ni la izquierda les han querido ofrecer durante todos estos años. Por lo demás, Ciudadanos persigue un propósito tan simple –y tan arduo en la España castiza del capitalismo de compadres– como el de conciliar la eficiencia con la equidad. Urgente, perentorio, inexcusable propósito colectivo, el de la eficiencia, que pasa por dejar que sea el mercado con todas sus imperfecciones y defectos, imperfecciones y defectos que deben ser atenuados por la intervención atenta del Estado, quien asigne los recursos según sus usos más rentables socialmente; el mercado, no el palco del Bernabéu y su sempiterna cofradía de políticos y cazadores de rentas en risueña promiscuidad dominguera.

Pero la eficiencia económica, categoría técnica en última instancia, se vería huérfana de sentido sin el complemento de la equidad. Una equidad, idea que inspira los fundamentos morales del Estado del Bienestar, conquista irrenunciable para Ciudadanos, que hoy se ve amenazada por la esclerosis corporativista que asoma en ciertos servicios públicos fundamentales. He ahí, sin ir más lejos, los sonrojantes resultados de los escolares españoles en los sucesivos informes PISA. Enfrentarse a los intereses gremiales de grupos de presión firmemente asentados en las plantillas estatales –y con notable capacidad de influencia en la opinión pública– exige un valor poco común en la política española. Pero sin esa audacia, entienden en Ciudadanos, nunca será posible reconciliar a las clases medias con el principio de un Estado proveedor de servicios que garanticen la igualdad de oportunidades, además de una elemental seguridad frente las contingencias de la vida.

Mercado y Estado contemplados, pues, no como enemigos antagónicos sino en tanto que agentes complementarios y cooperadores en un propósito colectivo común, acaso ese sea el afán que mejor caracterice el espacio de la centralidad reformista que se apresta a ocupar el partido de Rivera. Un territorio que dentro de la topografía política europea comparte con Matteo Renzi o el primer ministro francés, Manuel Valls, dos líderes que han logrado huir de esas herrumbrosas cárceles del pensamiento que son las ideologías heredadas del siglo XIX y sus pequeñas y malolientes ortodoxias. Valls y Renzi, dirigentes de nuevo cuño que han comprendido que lo único peor que demasiado gobierno es demasiado poco. Leszek Kolakowski, una de las mentes más irónicamente lúcidas que ha producido la filosofía posmarxista en la Europa del Este, se propuso en cierta ocasión reunir lo salvable del liberalismo, el conservadurismo y el socialismo, las tres doctrinas canónicas que marcaron el devenir de la Modernidad, bajo las siglas de un único partido inventado por él, al que llamó conservador-liberal-socialista.

Así, vindicaba de los conservadores su clarividente conciencia de que el Mal (con mayúsculas) es una ingrata presencia que anida en lo más hondo de la condición humana. Por eso, un conservador genuino nunca olvida que la política apenas es una manera de no enemistarse jamás con la realidad. De ahí que siempre prefiera lo razonable a lo perfecto, lo efectivo a lo posible, lo suficiente a lo definitivo, el cambio pausado y prudente antes que las mutaciones súbitas que nadie sabe a dónde conducen. De los liberales rescataría Kolakowski su obstinada querencia por la iniciativa y la creación individuales. Para un liberal genuino, la vida en sociedad deja de ser vivible cuando ésta adopta la lógica interna de los hormigueros. Y ello por la muy simple razón de que los seres humanos no somos hormigas. De los socialistas, en fin, vindica su repudio a que el egoísmo y el afán de lucro puedan constituir el vértice de sociedad alguna. Pues una colectividad cuyo valor supremo estuviese representado por el respeto a los contratos mercantiles, alega, es algo que solo puede suscitar repugnancia a una sensibilidad ilustrada. Lástima que Kolakowski ya no pueda saber que su partido compite ahora mismo por gobernar en España.                      

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