Como siempre que es nombrado un nuevo mandamás del Ente, observo que se vindica con algún furor iconoclasta la clausura definitiva de Televisión Española. Vieja quimera que en tiempos de miseria pública como los que nos toca vivir suele atraer a muchas voluntades que se quieren liberales. Y propósito que, al margen de coartadas pecuniarias, deja entrever una de las contradicciones ideológicas que más lastra a la derecha española contemporánea. A saber, su horrorizado escándalo ante la mera idea del intervencionismo cultural. Un anatema cuya simple mención los llama a rebato.
Así, por un lado se clama por la definitiva proscripción de cualquier empeño estatal que vaya más allá de sus estrictas funciones administrativas. Y al mismo tiempo, se lamenta eso que José Ignacio Wert llamó en tiempos la "anorexia patriótica" de los españoles. Como si lo uno no fuera consecuencia directa de lo otro. ¿O acaso todavía queda por ahí algún romántico incurable que crea en la generación espontánea de las afinidades patrióticas y las lealtades nacionales? Y no me vengan con el escapismo de pedirle esas peras al olmo del mercado. El único imperativo moral de las empresas privadas es ganar dinero, no batallas históricas en la elaboración del imaginario colectivo. Lo que no haga el Estado en ese terreno de afianzar un repertorio emocional compartido, desengañémonos, no lo hará nadie.
Sépase que las naciones se construyen y se mantienen igual que una carretera: con un presupuesto público para remover y cimentar el terreno, y una plantilla de esforzados peones camineros prestos a corregir todos los baches del trazado. Moldear con sonido e imágenes aquello que Renan dio en llamar un "plebiscito cotidiano", he ahí la razón de ser de toda televisión estatal. Por algo, nuestros micronacionalistas han hecho un casus belli de la continuidad de sus canales domésticos. No les tiembla el pulso al firmar la clausura de un hospital, el impago de una nómina o el despido de cientos de profesores, pero ay de aquel que les sugiera enajenar TV3. Bien lo sé, ahora el Pirulí apenas habrá de servir para que las glorias del periodismo cortesano se labren un plan de pensiones adulando al ministro de turno. Más no desesperemos, también la época de los castrati pasará.