Mariano Rajoy, como en su día Scott Fitzgerald, siempre habla con la autoridad que le da el fracaso. De ahí, tal vez, que cuanto dice mantenga una exquisita equidistancia con lo que hace, y lo que hace nunca llegue a coincidir, ni por un remoto azar, con lo que piensa. Una muy funcional esquizofrenia que le habilita para travestirse de Doctor Jekyll o Mister Hyde, según convenga a su errático parecer. De Jekyll, por ejemplo, con tal de reputar inadmisible el ataque de aerofagia retórica que sufrió Manuel Cobo en las páginas de El País. De Hyde, para garantizarle la más obscena impunidad disciplinaria al airado doliente.
Así, agradecido, el propio del otro ha respondido poniendo un cargo de confianza personal a disposición del partido. ¿De los seiscientos mil militantes? ¿Del Congreso Nacional del PP? ¿Del grupo parlamentario en las Cortes? ¿O tal vez de la Internacional Conservadora? A saber. Como si ese empleo suyo de vicecorreveydile concejil no dependiese única y exclusivamente de Gallardón, el señor a quien obedece y sirve tan lenguaraz vasallo. Por lo demás, es Jekyll quien, expeditivo, fulmina al doméstico de Camps; al tiempo que Hyde, solícito, humilla la cerviz ante el lacayo del alcalde. Jekyll, el que perora solemne sobre el sagrado cumplimiento los Estatutos; Hyde, en fin, el que se los traga con la preceptiva ración de patatas fritas cuando fuere menester.