A nuestros sufridos catalanistas asilvestrados nada les irrita más, y desde toda la vida, que cualquier eventual comparación con Murcia; en concreto, con Murcia. Para ellos, y desde toda la vida decía, el supremo paradigma de lo inaceptable reside en mentar la simple posibilidad de que su Cataluña pudiese ser tratada en un plano de prosaica igualdad teórica, analítica o conceptual con Murcia. "¡Esto no es Murcia!", clamaban por norma, asegurándose antes de que no hubiese algún micrófono abierto en las cercanías, cada vez que se les insinuaba que debían conducirse con arreglo a los principios constitucionales establecidos para el conjunto de las regiones autónomas de España. Bajo ningún concepto quieren ser Murcia, pero, les plazca o no, son Murcia. Si bien con una nada baladí diferencia cuantitativa, a saber: Murcia, su Administración, mueve anualmente unos cuatro mil millones de euros, y Cataluña, por su parte, multiplica por 8,5 esa cantidad. No es moco de pavo.
El dilema que hoy arrostran los separatistas todos, tanto los de Estremera como los de Bruselas, es que renunciar altiva y orgullosamente a ser como Murcia implicaría, ¡ay!, renunciar también a esos treinta y cuatro mil millones de euros anuales, la inmensa chequera hipertrofiada que lleva casi medio siglo echando de comer todos los días hasta al último figurante de su preciada aldea Potemkin, esa bulímica legión de parásitos del erario sin la que la interminable broma de la construcción nacional no se podría mantener en pie ni por espacio de medio año más. Así las cosas del estómago soberanista, su única salvación posible será lograr seguir siendo Murcia, y al precio que sea, al tiempo que insisten en cebar la ficción entre los devotos de ya no serlo. Pues hasta el más lerdo y limitado de sus dos millones de votantes encontraría en extremo arduo llegar a entender que sus líderes se prestasen a destruir un tercio de la economía catalana para que todo siguiese exactamente igual que antes, es decir, para nada. Ni el más idiota de los catalanistas de base lo comprendería. Por eso resulta ahora mismo un imperativo insoslayable seguir alimentando la entonación colectiva del adiós a Murcia.
De ahí que a estas horas ni tan siquiera contemplen como simple hipótesis de trabajo la posibilidad de que los electos sometidos a procesos judiciales renuncien a sus escaños, haciendo correr la lista. Los costes de su demencia para la economía local están llamados a ser tan altos que la propia desmesura del precio a pagar los obliga ahora a no bajarse del burro retórico de la republiqueta non nata, so pena de que los creyentes pierdan la fe. Ese pobre diablo, Puigdemont, es un reo de sí mismo desde el instante en que cedió a la presión de los más locos para que no convocase las elecciones autonómicas que nos habrían ahorrado a todos el 155. sde entonces, ni él ni el resto pueden dar marcha atrás en el guión del cuento. Sin la ficción de la republliqueta sus carreras políticas se desvanecerían al instante en el aire. No les queda más alternativa, pues, que seguir dando pasos en el vacío. Ahora, la Mesa del Parlament, con mayoría absoluta y absolutista de los separatas, pisoteará de nuevo la letra y el espíritu del Reglamento para investir al Payés Errante vía Twitter. El resto de la historia, por lo demás, es un déjà vu: recurso de inconstitucionalidad presentado por el Gobierno, sentencia revocatoria del TC, desobediencia contumaz y chulesca de la Mesa a lo ordenado por el Constitucional, procesamiento de sus miembros rebeldes y condena judicial firme para todos ellos. Luego, vuelta a empezar.