Empieza a ser un clásico, una tradición como la coca de San Juan en Cataluña, los artículos de los pelmas contra el consumismo llegada la Navidad o el hábito de arrojar arroz a los contrayentes cuando las bodas. Así, cada vez que la selección de fútbol gana alguna cosa por ahí fuera, el nacionalismo español sale del armario por unas horas. Nunca mucho más de dos o tres días, tampoco se vaya a creer. El tiempo suficiente, no obstante, para que la prensa patria haga acopio del preceptivo ramillete de analogías desmesuradas entre ese deporte mercenario y el deseable proceder cívico de la Nación.
Entonces, mientras cada cual tira hacia su lado por ver de sacar el mayor provecho particular de la crisis, resuenan emotivos los cantos a la unidad y la concordia como argamasa de nuestras glorias colectivas. De tal guisa, España, que lleva no menos de cinco siglos complaciéndose en dejar morir de hambre a sus mejores cabezas, se rinde ante quienes muestran alguna pericia notable en eso de dar patadas a un balón. Al punto de que no solo se les postula como modelo para la gobernanza del país, sino también como supremo ejemplo moral a imitar por infancia y juventud. Ocurre, sin embargo, que el fútbol no es guía, escuela ni medida de nada. Siendo la Península un triste, aislado, pacato, paupérrimo, dictatorial cercado, el Real Madrid lo ganaba todo en Europa.
Durante lustros, siempre que el equipo de Brasil lograba otra Copa del Mundo emergían cien mil favelas en los cerros de Río de Janeiro. Y cuando una banda de criminales ocupó el Gobierno de Argentina, la albiceleste, recuérdese, se tornó imbatible. Decíamos que, al modo de esos deseos reprimidos que solo se exhiben en público aprovechando la coartada indulgente del Carnaval, el nacionalismo español vuelve a esconderse raudo tras las ceremonias de rigor. Se diluye entonces en la nada hasta que, algún año después, el Marqués de Del Bosque acierta de nuevo en la elección de los once de marras. "¡El nacionalismo español no existe!", suelen protestar irritados los presuntos españolistas si intuyen que se les va a colgar sambenito tan oprobioso. Aunque tal vez sea ese el gran problema del nacionalismo español: que no existe. Quién sabe, acaso habría que inventarlo.