¿Cómo entender el éxito popular de una cosa como Donald Trump? La América progresista y biempensante, la que sienta cátedra en los campus y en la prensa de Nueva York, y cuya quintaesencia ética y estética se encarna en gente como Paul Krugman, tiene una explicación sencilla para el fenómeno. Trump sería el candidato de todos esos palurdos reaccionarios, racistas y pueblerinos que se pasan el día viendo la Fox, los que todavía siguen furiosos porque ha habido una familia de negros instalada en la Casa Blanca durante los últimos ocho años. Pero hay algo que falla en esa historia. Porque, para empezar, el candidato de la tropa ultra del Tea Party resulta que no es Trump sino Ted Cruz, un fanático de factura clásica, alguien mucho más previsible y convencional que el alter ego yanqui del difunto Jesús Gil. Y es que no resulta tan fácil explicar cómo puede ser posible que la mitad exacta (el 55% para ser precisos) de cuantos se declaran partidarios entusiastas de Trump formen parte de la clase obrera norteamericana. ¿Rudos trabajadores industriales esperanzados ante la posibilidad de que gane las elecciones un magnate del sector inmobiliario, alguien que posee una fortuna personal que, según Forbes, sobrepasa los 4.500 millones de dólares?
Esos milagros políticos contra natura no se consiguen solo con charlatanería mediática. Tiene que haber algo más. Y ese algo más se llama proteccionismo. Bernie Sanders presume de socialista, una extravagancia en el universo mental norteamericano, pero el portador de la genuina bandera tradicional de la izquierda yanqui no es él, sino Trump. Porque no hay nada en este mundo más refractario a la mentalidad del establishment que el cuestionamiento del dogma del libre comercio. Y justo ese resulta ser el punto programático central de la campaña de Trump. Algo, el repudio expreso del librecambismo, la hoy doctrina canónica e incuestionable entre las élites cosmopolitas de las dos orillas del Atlántico, que, sin embargo, forma parte de la tradición nacional de la república desde su misma fundación como Estado independiente. De hecho, Estados Unidos es lo que es, la primera potencia industrial del planeta, gracias a su fe histórica en el proteccionismo, querencia que les llevó a mantener uno de los niveles de barreras arancelarias más altos del planeta (un 45% en promedio sobre todos los productos de importación) a lo largo de más de un siglo, desde el acceso a la presidencia de Lincoln hasta el estallido de la Gran Guerra, en 1914.
Solo a partir de entonces, una vez alcanzada la definitiva superioridad de su estructura industrial frente a Europa, comenzaron sus capas dirigentes a abrazar poco a poco la doctrina contraria. Puede que Trump, sí, sea un zafio, un gañán y un hortera semianalfabeto, pero es un zafio, un gañán y un hortera semianalfabeto que está defendiendo los intereses de los perdedores norteamericanos de la hiperglobalización, que son millones. Al cabo, la gran promesa de Trump no es construir ese muro que van a pagar los mejicanos sino retrasar el reloj de la globalización hasta las vísperas de 1995, cuando el GATT todavía ocupaba el lugar de la actual Organización Mundial del Comercio. Porque el mandato expreso del GATT nunca fue maximizar el libre comercio, sino conseguir el máximo volumen de comercio compatible con que cada Estado llevase a la práctica sus propias preferencias políticas y valores nacionales. Nada que ver con lo que llegaría después. He ahí la clave nada oculta que explica lo inexplicable.