Hasta en Alemania una persona como Joachim Fest pudo escribir Yo no. En el imperio de la vileza moral, al menos alguien mantuvo la decencia. Incluso en Alemania. No se me ocurre quién podría firmar un libro equiparable en Cataluña a propósito de esa basura llamada a ocupar un lugar de honor en la historia universal de la infamia, la inmersión lingüística obligatoria. Quizá el profesor Jesús Royo Arpón, los también profesores Caja y Robles, o el sabio Aracil, padre de la normalización lingüística y primer disidente de la causa al descubrir el Frankenstein que había ayudado a crear. Nadie más.
Porque también aquí tenemos a nuestros Günter Grass de andar por casa, discretos colaboracionistas durante los años de plomo del pujolismo, ahora reconvertidos en heroicos luchadores de la resistencia merced a un piadoso ejercicio de amnesia selectiva. Más de uno y más de dos. La inmersión forzosa, esa aberración pedagógica fruto de la mente enferma de un cura trabucaire, Joaquim Arenas. El camarada Arenas, fanático capellán comunista de cuya talla intelectual dan fe sus muy sesudos tratados en defensa de la catalanidad de Cristóbal Colón. Porque la inmersión nunca quiso ser un método para aprender el idioma. Bien al contrario, constituye la piedra roseta ideológica de los nacional-sociolingüistas. Y la gran cuestión para ellos no reside en difundir el catalán, sino en proscribir el castellano.
He ahí la almendra del nacionalismo lingüístico: extirpar el idioma común del territorio catalán. Convertirlo en una anomalía a extinguir cuanto antes mejor. Para eso se implantó la inmersión en su día. Y para eso se amotinarán ahora, nadie lo dude, contra el ministro Wert y su empeño por aplicar la sentencia del Tribunal Constitucional a cuenta de la lengua. Una sentencia, la del Estatut, que, entre otras cosas, reza:
Las Administraciones públicas (...) no pueden tener preferencia por ninguna de las dos lenguas oficiales. [Eso rompería el] equilibrio inexcusable entre dos lenguas igualmente oficiales y que, en ningún caso, deben tener un trato privilegiado (...) Solo los particulares (...) pueden preferir una u otra de ambas lenguas. Y hacerlo, además, en perfecta igualdad de condiciones (...), lo que excluye que (...) quienes prefieran el castellano hayan de pedirlo expresamente.
Porque no hace faltar cambiar ninguna ley: bastaría simplemente con aplicarlas.