Lo admito. Enfrentado al dilema de salvarle la vida a un ser humano o salvarle la cara al Estado, no dudaría nunca. Ni un segundo. Carezco, pues, de toda autoridad moral para escandalizarme ante lo ahora confirmado en esa sentencia, la del Alakrana. A saber, que el Gobierno concedió pagar a los raptores a cambio de la liberación de los marinos. Aunque la genuina cuestión, creo yo, es otra. "Una de las causas de la prosperidad de Inglaterra –decía un viejo profesor de Cambridge– consiste en que entre nosotros cada cual ocupa su puesto". Andaba el hombre en lo cierto. La gente, todo el mundo, conoce cuál es su sitio. Y lo que aún semeja más asombroso, procuran estar allí.
Al respecto, si ese atunero de pabellón inconfesable, el mentado Alakrana, también hubiese sabido estar en su lugar, o sea dentro del amplísimo perímetro de seguridad custodiado por naves de la OTAN, nada le hubiera ocurrido. Como tampoco nada hubiese costado a los contribuyentes la insensata temeridad de su armador. Sin embargo, tras las innúmeras llamadas a la cordura que se le hicieran, le faltó tiempo para adentrarse en aguas corsarias. Qué le vamos a hacer, los de Vizcaya no pueden evitar ser españoles. Como tampoco pudieron evitarlo, por cierto, aquellos coroneles Tapioca de Barcelona que igual correrían raudos a meterse en el jardín de la morisma integrista.
Recuérdese que hasta la secretaría de Estado norteamericana alertó por activa, pasiva y perifrástica del riesgo extremo que implica zascandilear en aquel avispero africano. Pero nada, como si oyeran cantar misa. Una osadía pueril, la de los alterturistas diletantes, a propósito de la que ni se sabe cuántos millones costó al erario; al erario de la Nación española a mayor abundamiento. Así las cosas, traspasada con creces la borrosa frontera que separa la imprudencia de la pura necedad, iría siendo hora de fijar límites a la magnificencia del Estado. El inalienable derecho a la estupidez, nadie lo discute, ha de ser amparado por los poderes públicos. Mas no pretendan que encima se lo financie el prójimo a escote. Hasta el último céntimo gubernativo empeñado en semejantes causas debería ser restituido por los agraciados. A fin de cuentas, ellos se lo buscaron ¿O no, presidente?