Empresarialmente, inane; socialmente, irrelevante; estéticamente, romo; políticamente, unidimensional, el cine llamado español subsiste de parasitar al Estado merced al equívoco cultural. Es sabido, cuando un político oye la palabra cultura, inmediatamente, como si de un estímulo pavloviano se tratara, echa mano de la chequera. Sin ir más lejos, así es como una Isona Pasola, célebre autora de documentales contra España en la televisión nacionalista y entusiasta promotora de los referendos ful, resultó agraciada con tres millones y medio de euros. Euros españoles, por más señas. Que no otros han costeado ese Pa negre tan festejado por sus iguales en los Goya. De ahí, perentoria, la coartada cultural.
Concepto discutido y discutible –éste sí–, la cultura es el poso que queda cuando ya se ha olvidado todo. Cultura, por ejemplo, es recordar que eso del cine acaso tuvo algo que ver con las creaciones del espíritu en épocas remotas, cuando en tal oficio se emplearon individuos que respondían por Fellini, Buñuel o Kurosawa. Por lo demás, excepciones siempre marginales en un entretenimiento popular elaborado con la muy prosaica –y respetable– premisa mayor de hacer caja. Y es que el cine, igual el español que el de verdad, tiene tanto que ver con la cultura como las añoradas revistas de Tania Doris en el Paralelo de Barcelona, o el no menos entrañable Teatro Chino de Manolita Chen. O sea, nada.
Porque nada significa que El séptimo sello y Torrente en Marbella admitan ser proyectadas sobre idéntica pantalla. A fin de cuentas, también los relatos de Stieg Larsson o Ken Follett se presentan en encuadernaciones de papel parejas a las que contienen las obras de Flaubert o Stendahl, y no por ello alcanzarán jamás la condición de literatura. Al respecto, empecinarse en la obsesiva repulsa del sesgo ideológico de la cinematografía doméstica, en el fondo, es aceptar sus reglas del juego, las de la excepción cultural. Olvidar que la industria de la infantilización de masas que responde por cine, es eso, una industria. Eso y solo eso. Por algo, proscribir al Ministerio de Cultura toda promiscuidad con ella debiera constituir objetivo primero de cualquier programa que se quiera liberal. Ahora que la derecha parece que va aprendiendo a hacer agitprop, bueno sería que lo comprendiese.