Ya no recuerdo a quién le leí, aunque quizá fuese a Pla citando a Gide, aquello de que la profundidad siempre se encuentra en la superficie. El caso es que ese malhadado asunto, el del Tío Pepe y su exilio forzoso, me ha recordado la sentencia. Más que nada, porque la agria disputa entre la hermandad de los horteras castizos –los devotos del Tío Pepe– y la cofradía de los horteras renovados –entusiastas a su vez de la manzana yanqui– lo que viene a traslucir es que, en España, ni hay ni nunca ha habido auténticos conservadores. Y vaya por delante mi hondo repudio estético al luminoso de González Byass, atentado a las proporciones armónicas de una noble plaza isabelina que hasta hoy había permanecido impune.
Agresión a la más elemental sensibilidad espacial que, si nadie lo remedia, habrá de ser sustituida por otra aún mil veces peor, el izado triunfal de ese icono frutícola useño en la Puerta del Sol. Aquí, decía, no hay conservadores. De ahí, por ejemplo, que gentes que se proclamaban devotas de la tradición procediesen con alegre indiferencia a destruir el patrimonio urbano del país cuando los infames sesenta. John Stuart Mill, que como buen liberal ingenuo creía en la religión del Progreso, dejó escrito que los conservadores forman "el partido estúpido". Tampoco él entendió que el genuino conservador no rinde culto a la tradición per se. A sus ojos, el simple poso del tiempo no convierte en virtuosa cualquier necedad humana.
En palabras de Silva Herzog, el conservador sabe que la tradición no es más que una incoherente sopa de caprichos y casualidades amontonados a lo largo de las generaciones. Verbigracia, el luminoso de marras instalado en 1936 merced a una licencia administrativa otorgada por el llamado Frente Popular. Así, antes de buscarle acomodo al Tío Pepe en el mismo foro que tantos años lleva mancillando, un conservador consecuente reclamaría demoler la mitad de los ensanches de las ciudades españolas. Al cabo, lo conservador es una actitud, mucho más que un programa político o una ideología. Como Montaigne, el conservador desconfía del pueril entusiasmo de los racionalistas porque ha entendido que "ningún hombre ha sabido ni sabrá nada de cierto". Mas retírese de una vez esa espantosa propaganda.