Hoy podemos consolarnos pensando que los británicos están locos o son estúpidos, pero ni están locos ni son estúpidos. Los humanos, es sabido, necesitamos descifrar el mundo como una interminable sucesión de episodios de la lucha entre las fuerzas del Bien y las del Mal. Sin embargo, la crisis interminable de la Zona Euro no es una querella de buenos contra malos, sino algo tan infinitamente más prosaico como una simple cuestión de escala. Así, en el cambio de siglo, la gran industria de Alemania reaccionó al incremento súbito de la demanda causado por la unificación monetaria ampliando el tamaño de sus ya inmensas plantas fabriles. Mutación que les hizo ganar una productividad diferencial que acabó expulsando a decenas de miles de pequeños competidores suyos que hasta entonces conservaban sus nichos de mercado en el Sur. Y resulta que, aunque parezca increíble, nadie había previsto que eso fuese a suceder con unas proporciones tan enormes. Pero sucedió. He ahí la genuina causa real del colapso que viene sufriendo la Europa mediterránea desde la unificación monetaria. Ni el gasto público, ni la célebre burbuja ni tampoco la manida rigidez del mercado de trabajo, el origen último del desastre del Sur remite a una simple cuestión técnica, de economías de escala.
Y su consecuencia inevitable, la menor productividad estructural en relación a los gigantes industriales del Norte, provoca que los precios de nuestros productos no resulten competitivos con los suyos. Algo que, tal y como está diseñada la Unión, no tiene solución. Se pueden seguir poniendo parches, como esos que no para de ingeniar Draghi, pero solución no hay. Albacete y Múnich no pueden compartir una misma moneda si no comparten también un mismo Estado. En el fondo, es así de simple. Durante las tres décadas previas al nacimiento del euro, el marco alemán se revaluó un 500% en relación a la peseta, nada menos que un 500%. ¿Cómo alguien pudo creer que semejante asimetría histórica entre las economías de España y Alemania iba a desaparecer de golpe solo por suscribir ambos países el Tratado de Maastricht? El gran error de los padres fundadores del euro, ese que nadie en el establishment se atreve todavía a reconocer en público, fue pensar que los desequilibrios en las balanzas pagos entre los países de la Eurozona no tendrían importancia, igual que no la tienen los desequilibrios internos entre las regiones ricas y las pobres de las naciones que la integran.
No se les ocurrió pensar que las regiones de los Estados cuentan con una hacienda pública común capaz de compensar los desequilibrios territoriales provocados por el mercado mediante transferencias de renta de las ricas hacia las menos ricas. Y es que ninguna ley económica establece la prohibición de que Palermo y Milán converjan algún día. Igual que tampoco cabe descartar que la estructura empresarial de Castilla-La Mancha resulte equiparable en todo a la del área metropolitana de Barcelona. El problema es que puede transcurrir un siglo antes de que eso ocurra. Un siglo o más. Y, mientras tanto, Castilla-La Mancha seguirá presentando todos los años un déficit comercial crónico con Madrid, Cataluña y el País Vasco. Y con los países ocurre lo mismo. A la larga, una unión monetaria únicamente puede subsistir si se da alguna de estas dos condiciones. O hay un equilibrio estable entre las distintas balanzas comerciales de los países que la integren, algo prácticamente imposible en el mundo real. O, segunda y última posibilidad, existe una unión presupuestaria y fiscal entre ellos que, al modo de lo que sucede con las regiones, compense las tensiones centrífugas que genera el propio sistema. Pero eso no va a suceder jamás porque es políticamente imposible que la población alemana lo acepte. En consecuencia… No, los británicos ni son estúpidos ni están locos. Por desgracia.