Los padres fundadores de lo que hoy llamamos Unión Europea, Robert Schuman, Alcide de Gasperi y Konrad Adenauer, allá por 1951 gobernantes respectivamente de Francia, Italia y la República Federal de Alemania, tenían un par de rasgos personales en común: los tres eran democratacristianos de sincera convicción y, algo muy poco sabido y menos recordado, los tres eran alemanes. El renano Adenauer, obviamente, no podía ser otra cosa. Pero es que De Gasperi, por origen, idioma materno y formación, fue mucho más alemán que italiano. Nacido en el Trentino cuando esa región del nordeste de Italia todavía formaba parte del Imperio Austro-Húngaro, cursó toda su formación académica en Viena y siempre tuvo al alemán por lengua propia. En lo que respecta a Schuman, que había visto la luz y crecido en la Lorena aún territorio de soberanía alemana, hasta el propio apellido familiar delataba la raíz cultural germánica de su estirpe. Un detalle no menor: entre ellos tres jamás conversaron en otro idioma que no fuese el alemán.
Los tres jefes de Estado, pues, que llevaron la voz cantante en el diseño de lo que tendría que ser Europa medio siglo después de aquel su instante germinal eran, por encima de cualquier otra circunstancia, tres cristianos alemanes que, huelga decirlo, no creían en el libre mercado. Ni Adam Smith, ni la Ilustración escocesa, ni Locke ni ningún pensador del liberalismo clásico procedente del mundo anglosajón merecía mayor consideración a sus ojos. Al punto de que los democristianos continentales de la inmediata posguerra consideraban sus principales adversarios no a las izquierdas más o menos colectivistas, sino a los liberales partidarios del libre mercado. Pero es que el resto de los primeros ministros, hasta seis, firmantes del tratado que daría lugar a la CECA, el germen primero del Mercado Común, eran también democratacristianos todos ellos, sin excepción.
De ahí que si hay en el mundo algo más alejado del individualismo empirista, pragmático y refractario a cualquier tentación doctrinaria que marca el espíritu de los ingleses, ese algo, nadie lo dude, es la Unión Europea. No por casualidad Heine, el poeta alemán, escribió tan pronto como en 1828: "Rara vez los ingleses, en sus debates parlamentarios, expresan un principio. Se limitan a discutir la utilidad o inutilidad de una cosa, y presentan datos a favor o en contra". ¿A qué extrañarse entonces de que, desde el primer día, cuando cortésmente declinaron la invitación de Schuman para incorporarse a la CECA, los británicos hayan mirado con indisimulado recelo a ese laberíntico constructo leguleyo tan ajeno a su idiosincrasia nacional más profunda? Son, somos, agua y aceite. ¿Se marcharán? En unas horas la respuesta.