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José García Domínguez

Bouvard González Pons

"Oh, sí, aquel asunto del apocalipsis hidrocarburado resultó ser una descomunal falacia, otra más. Qué le vamos a hacer, el chusco malthusianismo de toda esa literatura de cordel se ha revelado una radical impostura. ¿Pero a quién le importa la verdad?".

Como es fama, en el célebre Diccionario de lugares comunes, aquel exhaustivo catálogo que confeccionara Flaubert con las tonterías que siempre procede repetir en público a fin de pasar por un dilecto ciudadano de bien, se establece que el idiota canónico habrá de pontificar que los cipreses sólo crecen en los cementerios; que Maquiavelo fue un varón muy malo; que todos los juguetes infantiles debieran aportar algún elemento pedagógico; y que la bolsa de valores representa el mejor termómetro de la opinión pública, entre otras sandeces ad hoc. Lástima que la muy prematura muerte del de Rouen interrumpiese aquella magna empresa literaria llamada a catalogar el inagotable caudal de la humana necedad.

De ahí, pues, que ya nunca pudiera escribir el diálogo en el que un Bouvard González Pons al platónico modo apelara tal que así a su alter ego Pécuchet: "Mi querido Pécuchet, ¿ha reparado usted en que por mucho que se hayan demostrado falaces todos aquellos absurdos augurios apocalípticos del Club de Roma, nuestros votantes y su lerdo afán por el crecimiento económico constituyen la peor plaga que haya conocido la Tierra?". A lo que su igual replicaría: "Por supuesto, caro amigo, por supuesto. Al punto de que esa infecta plaga de ignorantes consumistas ni siquiera ha acusado recibo de que, tal como demostraron en su día las ilustres parteras del desarrollo sostenible, el petróleo tendría que haber desaparecido de la faz del planeta en 1990".

Inapelable aserto científico al que Bouvard González apostillaría: "Oh, sí, claro, aquel asunto del apocalipsis hidrocarburado resultó ser un descomunal enredo, otro más. Qué le vamos a hacer, el chusco malthusianismo de toda esa literatura de cordel se ha revelado una radical impostura. ¿Pero a quién le importa la verdad, dilecto Pécuchet? A fin de cuentas, lo único verdadero para nosotros ha de ser aquello que crea a pies juntillas la mayoría. Que además el asunto resulte cierto o no, debiera sernos por completo indiferente". "Bien, ¿mas qué hacer entonces con la funesta plaga?", susurraría Pecuchet. "Sensibilizarla. Sobre todo, sensibilizarla", terciaría al punto Bouvard. "¿Pero de qué?", interrumpiría algo inquieto el otro. "De que suya es la Culpa. Y sólo de nuestra mano arribará la redención", concluiría, solemne, Bouvard. Pues eso.

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