Con las elecciones de ayer ha venido a ocurrir lo que sentenciara el maestro Rafael Mesa, El Guerra, en memorable aforismo ordinal: "Primero yo, después de mí, naide, y después de naide, Antonio Fuentes". Primero ha sido la diáspora progre, después de la diáspora progre, naide, y después de naide, don Mariano Rajoy Brey. La izquierda volátil, ciclotímico segmento sociológico que siempre acababa votando PSOE tras taparse la nariz con unas pinzas, esta vez se ha quedado en casa. Circunstancia que no viene a restar ni un ápice de mérito a un triunfo, el del Partido Popular, que a medida que avanzaba el recuento oficial iba adquiriendo algún tinte épico. Y razón de sendos hitos históricos. Por un lado, el peor resultado de los socialistas desde la refundación del partido. Por el otro, la suprema cosecha de escaños jamás conocida por el centro-derecha español. Mayoría absoluta entonces para un Rajoy al que las urnas acaban de dejar sin coartada para no modificar leyes orgánicas. De modo unilateral, huelga decir. A imagen de lo que hiciera el difunto Zetapé con el Estatut, por ejemplo.
En el País Vasco, grandes cambios en el modelo de división del trabajo doméstico. Los que antes movían el árbol pasan ahora a recoger las nueces, y viceversa. ETA ha superado el Edipo que arrastraba desde su nacimiento: acaba de matar al padre. También al padre. A su vez, Izquierda Unida, un anacronismo con aroma a naftalina, hereda los restos del naufragio intelectual de la progresía hispana. Diez u once de sus zombis nos llevarán de paseo por el siglo XIX cada vez que tomen la palabra en la Cámara. Notables los resultado de UPyD en el centro geográfico de la Península. El separatismo madrileño ya tiene quien le plante cara en su propio territorio. El resto, un déjà vu. Los de CiU, a hacer caja mordiendo espacio a su alter ego moral, el PSC. Y el surtido vario de los enanitos periféricos, a seguir dando la barrila con la cosa identitaria. Lo sabido. Aunque no está el horno para muchos bollos. Y menos aún para payasadas en el Hemiciclo como a las que hasta ahora nos tenía acostumbrados el señor Tardà, de la Esquerra. Por lo demás, un hombre sanguíneo si bien no sanguinario al modo de sus presumibles émulos de Amaiur.
Fragmentada como nunca la representación popular en las Cortes, aconsejaría el sentido común una reforma urgente del Reglamento. Con mil focos del exterior apuntándonos, no puede convertirse el Congreso en una jaula de grillos dada al guirigay y al espectáculo permanente. Al respecto, procedería que PP y PSOE pactasen modificar los requisitos para constituir grupo parlamentario. Si no disponemos de instrumentos con que controlar la inflación monetaria, hagamos lo posible al menos por acotar la de la logorrea criptoterrorista y el filibusterismo. Y el final. Una vieja ley no escrita, la tradición, ordenaba que todo nuevo presidente electo dispusiera de cien días de tregua antes de comenzar a ser jugado por sus actos y omisiones. Pero esa plaga bíblica que nos ha caído encima, la maldita prima de riesgo, igual amenaza con llevarse por delante a la mismísima tradición. Así, el presidente in pectore dispone ahora mismo de veinticuatro horas a fin de tratar de esquivar el primer directo al hígado que podría enviarlo a la lona. Apenas de veinticuatro horas, ni un minuto más. Y es que, tan pronto como el próximo martes, la deuda soberana volverá a asomarse al precipicio en otra subasta pública. El primer round de un combate previsto a cinco asaltos. Porque nuestro Erario aún habrá de someterse a otras cuatro sesiones consecutivas de tortura a lo largo del mes de diciembre. Bien haría, pues, Rajoy colocándose hoy el protector dental. Lo va a necesitar.