Ahora que, por fin, las riendas del Partido Socialista vuelven a estar en manos de un adulto, acaso la tarea más urgente a afrontar por unos y otros sea recomponer las costuras de la concordia civil, tan maltrechas durante los últimos siete años. Aunque solo fuese por aquello que predicaba don Fernando de los Ríos, a saber, que en España lo revolucionario es el respeto. Sin demora, pues, habrá que cerrar, a ser posible para siempre, esa caja de Pandora, la del guerracivilismo retrospectivo y el revival del viejo espíritu cainita de la tribu que han caracterizado a la miseria intelectual y moral del zapaterismo.
Así, al modo de las naciones civilizadas, habremos de retomar cuanto antes los usos de la urbanidad política, hoy tan olvidados, que imperaron cuando la Transición. El primero de todos, la renuncia a tratar a los adversarios como si fuesen enemigos, una chusma despreciable contra la que se impone trazar todo tipo de cordones sanitarios para mantenerla aislada en su lazareto. Un mutuo desprenderse del maniqueísmo atrabiliario y los modos rifeños cuya primera condición sería dejar de lanzarse la Historia a la cabeza sin tregua. Y es que la atmósfera de este país no volverá a ser respirable hasta que sellemos con siete llaves el sepulcro del capitán Lozano (por ventura, los mil quinientos kilos de cemento que cubren el del dictador, no hay quien los mueva).
Como buen adolescente, Zapatero no pudo renunciar a la pulsión autocompasiva propia de los narcisos. De ahí la conmovida contemplación de sí mismo a modo de sufrida víctima de un agravio histórico. Y puesto que no podía ser negro, lesbiana o catalán, al pimpante primogénito del presidente del Colegio de Abogados de León, un privilegiado que no ha conocido padecimiento alguno en su existencia, le dio por hacerse víctima del 18 de Julio. Gesto mezquino, ése de haber invocado el espectro de la Guerra Civil, que tal vez sea lo único que quede de Zetapé en la memoria colectiva. A fin de cuentas, falangistas y comunistas, los dos exponentes de cerrilismo ibérico que toparon de frente en aquella carnicería, nada representan ya en la España contemporánea. Y los aprendices de brujo, como el aún presidente, no merecen suerte distinta. Ojalá.